Sobre “Maluco, la novela de los descubridores” (1990) de Napoleón Baccino Ponce de León

Habla muy bien del arte de este autor que uno como lector quede extenuado tras la lectura de esta obra. No cansado de leer ni disgustado por la obra. Mi agotamiento está en el ámbito de las pasiones que produjo en mi la historia de una expedición enorme, titánica, absurda, al rededor del mundo y el esfuerzo de su cronista. He acompañado en mi mente a estos expedicionarios y he prestado toda mi atención a su cronista durante las últimas semanas de mi vida, no ha sido fácil pero me alegro de no haber desistido. En el caso de esta novela abandonarla en algún punto pudo ser también un testimonio del talento del novelista. Un lector desertor puede ser, en este caso, un marinero más que se pierde en alta mar o uno que decide quedarse en una playa desierta convencido de haber llegado a su destino. Seguramente la mayoría de los lectores continúan, algunos como espectros, otros porque enloquecen seducidos por los encantos de una prosa burlona y descarada que, para estos, hace imposible desertar.

Los lectores podemos comportarnos como personajes de la novela que leemos, adoptamos sus gestos y sufrimos sus trabajos, nos enfermamos con sus males y morimos sus muertes, todas ellas.

No se nada sobre este autor que acaba de seducirme profundamente. Las páginas de internet en las que figura su nombre dicen muy poco sobre su vida y sus obras que también son muy pocas. No necesitaba escribir mucho más después de un libro como este. Recuerdo su éxito y los buenos comentarios hace más de treinta años cuando obtuvo el premio Casa de las Américas. El título se quedó conmigo desde entonces, sólo gracias a la reaparición de un ejemplar en Sanlibrario libros pude, muchos años más tarde, saciar mi curiosidad. Una vez más Alvaro Castillo hizo su magia.

Escribo para dejar constancia de mi conmoción, para concretar algunas ideas sobre las características que más admiré de la novela y para sugerir que quien se cruce con ella le de, si puede, una oportunidad que merece realmente. Es un libro grande que habiendo estado en su momento en el centro de la escena literaria no debe olvidarse nunca.

El narrador le habla a su majestad Carlos V, el lector ocupa así, el puesto del rey y ¿quién puede hablar a un rey con plena libertad? Nadie tiene las licencias de un bufón. Juanillo Ponce presenta su crónica de la expedición al Maluco, la isla de las especias, al rey con una finalidad muy clara: pedirle que le devuelva la pensión que se le ha negado. Aunque su nombre no aparece en los registros, Juanillo relata a Don Carlos toda la verdad de las penas y trabajos de la expedición. La relación entre el rey y el bufón, entre el lector y el narrador sigue la línea del relato principal pero entre tanto explora múltiples posibilidades alternas, el bufón miente y bromea y con ello encanta al lector, al rey y a los personajes con los que interactúa. Cercano al poder, el bufón conoce los secretos motivos de las acciones que deciden el destino de muchos. El bufón es testigo de cómo el viaje se hace cada vez más difícil y la situación de quienes lo conducen más delirante.

El bufón juega con su imaginación y con la de los marinos, les habla de su hogar sin conocerlo, de las mujeres y los hijos que les aguarda, sin saber si viven o mueren, imagina al rey en su retiro. El autor experimenta con las funciones de las diversas voces y los distintos planos en que la ficción se articula poderosamente con la vida. Desde el ensueño al rumor, de la ilusión al delirio. Las historias que contamos, que asumimos, que intercambiamos, explican nuestras vida y nuestra acciones. La novela desarrolla múltiples ejemplos de historias que no pierden su poder por mostrarse como ficciones, antes bien, se fortalecen por ello.

La novela demuestra un conocimiento profundo del mundo español y portugués del siglo XVI, un conocimiento que se puede volver humor, ironía y que se demuestra en la producción de una historia verosímil y convincente al interior de la cual germinan muchas otras que lo son igualmente. Un mundo de ficciones posibles que se niegan unas a otras compitiendo por la sanción real de forma descarada, con el desparpajo de quien cuenta la historia que tiene que contar más allá de lo que pueda conseguir con ella.

La novela es un relato del mar, de los hombres de mar y su saber, de las naves y su carácter de seres vivientes, de los vientos y las calmas, de los climas y de los colores, de las aves y los peces, la vegetación de las costas y las playas desiertas. Recorremos la costa de Africa, la del Brasil, la del cono Sur hasta encontrar el Estrecho y llegar al Pacífico y alcanzar lo que serán las Filipinas, donde se hallan las especias.

Pero no se trata de los destinos ni de llegar, sino de lo que ocurre para que tales travesías sean posibles, los viajes son sobre todo pruebas que la empresa le pone a la razón humana, a la imaginación, a los sentimientos. La novela nos habla de hambre y enfermedad, de dolor y desaliento, pero también de la mezcla de absurdo y locura que lleva a los marinos a seguir navegando, navegan en la ilusión, en las palabras y en la imaginación, tanto como en el mar.

Mi ejemplar de Maluco, maltratado también por una travesía marina.

Sobre La tejedora de Coronas de Germán Espinosa

Si leer una novela es la corona del ocio, el botín del tiempo robado a los deberes, el gozo que vence tanto a la prisa como a la tristeza, placer que remonta el marasmo y la inercia de los días para imponerse con la necesidad perentoria que solamente pueden llegar a tener, para nosotros, las demandas de los seres amados. Es porque leer es, ante todo, buscar placer y en tales búsquedas los caminos son variados, intrincados, riesgosos y, paradójicamente no plenamente gratos. Si la verdadera naturaleza del placer, sus poderes, fueran evidentes de forma inmediata los hombres vivirían existencias más sencillas y seguramente menos deseables. El ser un desafío, un secreto, un relámpago huidizo, una efímera floración, hace que el placer y el deseo se enfrasquen en complejas construcciones. Los seres humanos que hacen y leen libros, también los  que cantan, danzan y miman historias, sagas, aventuras, se adentran a ciegas en complejos laberintos incitados por el ansia de placeres (¿de un placer?) que, sin que puedan sospechar cómo, ya los mueven. La Tejedora de Coronas es uno de estos laberintos, una construcción majestuosa, intrigante y sorpresiva en la que se combinan todos los tipos de placer que puede producir una narración.

¿En qué sentidos se la puede definir como una novela histórica? No es una pregunta para técnicos literarios, sino para lectores ociosos, es una pregunta por el placer, hay placeres que son propios de un género específico. A veces leemos en busca de tal placer y no de otros. La Tejedora despliega su carácter (y sus placeres) de novela histórica en una combinación que puede describirse según sus líneas argumentales o de los focos narrativos del libro. Resulta útil, para quien escribe con la intención de recomendar la lectura de la obra, dilucidar esas líneas o focos narrativos, tejerlos y destejerlos.

La voz que narra la historia (las historias) es la de una mujer, Genoveva Alcocer. Su nombre traduce, literalmente, “tejedora de coronas”. La vida de Genoveva está signada, rota, por el sitio de Cartagena de 1697 comandado por el Barón de Pointis, oficial de la armada francesa junto a una fuerza de piratas de Tortuga. La descripción del sitio y las secuelas que deja en Genoveva y en Cartagena misma (en sus cuerpos y en sus almas) es narrada durante todo el texto. Esta narración se ve interrumpida por múltiples movimientos hacia adelante y hacia atrás según los hechos y experiencias se evocan entre sí (a primera vista parecen cortes, discontinuidades, luego vamos notando la elaboración de las transiciones, muchas de ellas por evocación amorosa otras por un dolor, otras por un enigma). La vida de Genoveva se va componiendo con fragmentos de relato y variaciones de su voz que reflejan edades, pasiones, fuerzas o grados de lucidez.

¿Qué tono tiene la voz de Genoveva? El de la evocación, el de la confesión, tal vez estos se alternan, tal vez en un momento la voz de quien confiesa (no al director espiritual en silencio, no al diario o al confidente, sino al inquisidor, vamos descubriendo) se va volviendo la de quien experimenta los hechos en presente, a veces se dirige al fiel Bernabé. Genoveva se refiere a su cuerpo, a sus cualidades y a sus cambios en un lapso que incluye todas las transformaciones que vienen con la edad. La percepción de su cuerpo y su deseo marca los períodos de su vida y de su actividad sexual y sentimental, el modo en que estos coinciden con sus amoríos, con los cambios políticos en Francia y en el Imperio Español, en Inglaterra y en América del Norte. Al mismo tiempo,  estos cambios del cuerpo se asocian también con lecturas y descubrimientos. La historia de la Ilustración (europea, ibérica, americana, caribeña) está inscrita en su cuerpo. No enumeraré aquí los cambios, los eventos o los personajes de forma exhaustiva, la secuencia de este recuento la dicta la huella afectiva del texto en mi memoria.

Nos encontramos con una mujer joven que ha recibido una educación tan cosmopolita y actualizada como le es posible en su tiempo, condición sociopolítica y geográfica – Uno podría criticarle a Espinosa su optimismo sobre las posibilidades de acceso de ciertos personajes a ciertos libros o adelantos tecnicos, pero sin cierta licencia en ese aspecto la novela no sería lo que es. Una mujer joven y con profundas inquietudes científicas cuyo padre (Emilio Alcocer) ha permitido, más que alentado, acceso a libros e instrumentos de ciencia. Una mujer joven cuyo primer amor es un astrónomo aficionado casi de la misma edad (Federico Goltar) quien ha descubierto un nuevo planeta que ha bautizado con el nombre de su amada. El aspecto de la personalidad, que aparece en primer plano, de Genoveva Alcocer es su despertar a la experiencia sexual. La novela muestra lúcidamente cada etapa de ese despertar, desde la inquietud por el propio cuerpo, el deseo del cuerpo del otro en la distancia,  el encuentro con el cuerpo de otra mujer, la violación brutal (anunciada y evocada en primera instancia, luego descrita con enorme crueldad y profundas paradojas) la experiencia senadora del amor del leal esclavo, etc.

Con riesgo de anacronismo, una lectura en perspectiva de género podría hallar muchos aspectos criticables en el modo en que Genoveva refiere en primera persona sus experiencias, pero por liberada que esté en términos religiosos y políticos, se trata de una mujer del siglo XVII-XVIII.

Es posible que la condición de mujer violada y que ha perdido a su amor, primero por la locura y luego por la muerte, pone a Genoveva en un camino de exploración: búsqueda de ideas, de amores y de amantes que la llevarán a recorrer Europa, América y el Caribe del S. XVIII, participando de forma activa en el surgimiento y propagación del pensamiento y el movimiento político de la Ilustración. La vida amorosa se intercala con viajes y experiencias que, vamos descubriendo poco a poco, se superponen con actividades políticas secretas de una logia masónica con base en París.

El pensamiento iluminista tal como lo relatan las meditaciones y aventuras de Genoveva está constituido por múltiples fuentes que desafiarían las clasificaciones actuales, en él se conjugan ciencias físicas, matemáticas, técnicas como la óptica, la teoría y la práctica de la medicina, el espiritismo, la astrología, la botánica, la astronomía. Estas ideas se muestran muchas veces en contraste con las posturas religiosas católicas tradicionales que identifican lo hispánico en la novela, desde varios puntos de vista. Dominicos, inquisidores, frailes, jerarcas se superponen con la maraña burocrática y la organización política que producen una ciudad abandonada, simultáneamente, a la corrupción y a la pacatería. La vida de Genoveva se prolonga lo suficiente para que su regreso a Cartagena coincida con el reinado de Carlos III y los viajes de José Celestino Mutis.

Así, sus viajes se extienden desde la irrupción de Copérnico y Newton como quiebres de la ciencia que abren el horizonte del pensamiento europeo hasta su aceptación, por el monarca español, como “hipótesis” que puede ser enseñada en la cátedra universitaria . La revolución copernicana se observa, se comprende, se apropia y se expande en consecuencias de múltiples órdenes mientras Genoveva viaja por Europa en disparatadas y a veces inverosímiles circunstancias. De todas ellas, la que inclina la balanza de las adhesiones y el destino en general es su amorío con Voltaire que dura prácticamente toda la vida de ambos, transformándose en admiración intelectual, amistad, lealtad y veneración de su genio. Si hubiera que señalar una influencia intelectual, de visión del mundo en el propio Germán Espinosa la de Voltaire tendría que ser la principal, aunque la obra la pone en parangón con las grandes mentes de la Ilustración y de la filosofía moderna, la novela no cesa de celebrar el liderazgo de Voltaire en todos los ámbitos de la vida humana. Espinosa deja ver que el amor de su heroína por el pensador francés es su propio amor el mismo.

Genoveva pasa la mayor parte de su vida en el exilio, un largo exilio principalmente europeo que la lleva desde Marsella a París, a España, Alemania, los países nórdicos, Holanda, incluso a Roma en donde el encuentro con el Papa coincide con el encuentro con uno de sus fantasmas del pasado cartagenero. El viaje de regreso es tan apasionante como el propio exilio, una aventura neoyorquina junto a un periodista entusiasta y una visita al joven general George Washington, la experiencia del naufragio, un rescate en el que irrumpe un misterioso personaje con el gran nombre de Apolo Bolongongo quien conduce a Genoveva al encuentro con los maestros cabalistas del Caribe.

Finalmente, Genoveva regresa a la casa paterna, aunque debiéramos decir a Cartagena, la ciudad y sus transformaciones, sus heridas y reconstrucciones es una gran protagonista de esta obra. El retorno es ocasión para narrar varias décadas de cambios en los principales edificios y fortificaciones, para advertir en ellos el nuevo espíritu de la monarquía española, la nueva posición general de la ciudad en el imperio. Las huellas de la inquisición permanecen pero algo en el espíritu general ha cambiado, tanto como el cuerpo y la mente de Genoveva.

En su casa paterna, Genoveva tendrá la oportunidad de encontrarse con un fantasma, un fantasma que la ha visitado, con varios rostros, varias veces en la vida. Esta mujer que ha librado batallas por la ciencia y la razón se enfrenta a un fantasma con el que tiene que reconciliarse o del que tiene que despedirse. Genoveva ha contado con la existencia del ámbito espectral de la realidad a lo largo de toda su vida y ha mantenido una conversación con los que en él aparecen, sin embargo, los conjuros con los que enfrenta esas presencias están lejos de ser los que la magia le propone. El mundo de los Ilustrados está muy lejos de ser un mundo netamente material, como pretenden, tampoco es el mundo secular y libre de superstición que ansían, es un mundo en tensión en el que los iluminados tienen la sensación de estar librando una batalla constante en pos de un tiempo nuevo. Esa batalla se libra, también, en los límites del misterio.

Genoveva ha vivido en su propia mente tanto como ha recorrido el mundo, la mente de una gran lectora está tan poblada de presencias como la un caserón embrujado. Las presencias fantasmales se resuelven como pliegues de la mente y su capacidad de narrar, de recuperar la propia historia. La Tejedora nos muestra que los fantasmas no son un asunto sobrenatural, son aquello con lo que lidiamos en la literatura, el pensamiento, la ciencia y la imaginación. En un momento dado, el lector es llevado a dudar tanto como duda la narradora si esta voz le pertenece o si es la voz de otra. Podría tratarse de la Bruja de San Antero, una presencia que la ha acompañado durante todo su cautiverio. Todo lo que hemos leído puede ser una confesión durante la cual Genoveva se ha ido disolviendo y su presencia se manifiesta en otros rostros.

Un universo como el ilustrado, tanto más cuanto ha incorporado las voces del Caribe y de la hispanidad, es llevado en esta aventura a enfrentar las fuerzas del cambio, una larga gestación dará los frutos de un nuevo tiempo que se anuncia. El libro se balancea entre varias versiones de lo propio y lo ajeno: propio es el calor y el sol y el desorden, propia la exuberancia y la sensualidad, propio es, en resumen, lo primordial que está en este lado del mar, ajeno lo soñado y anhelado, reinos de razón y orden y ciencia y progreso, lo que nos espera al otro lado de la travesía. Sin embargo, apropiadas las luces y los discursos, las luchas políticas y las intrigas, propias las luces y la libertad ¿qué tan ajeno es ahora el futuro y lo posible que se abre en la ciudad cuya impronta jamás abandonó nuestro lenguaje? De regreso lo propio y lo ajeno se han confundido, tal vez, para dejar claro que nada nos pertenece del todo, o bien que ambos mundos en las dos orillas del mar no son sino el mismo y que se fertilizan mutuamente, que no pueden concebirse separados. Esta imbricación, no necesariamente venturosa, se anuncia en la insinuación de que Isidore Ducasse será hijo de una cartagenera en el exilio.

La gestación de las luces no atañe solamente a Europa, el nuevo tiempo que se anuncia implica, una vez más, la inclusión de todos en una aventura, aunque en ella se intente abandonar la iglesia y sus instituciones, sus mitos y sus liturgias, sus poderes y sus injusticias, sus cárceles y sus verdugos. Aunque se anuncien nuevos tiempos para el hombre y la razón, ese nuevo tiempo se celebra cuando “con los semblantes de los hombres habidos y por haber habrá de integrarse, al final de los tiempos, el verdadero rostro de Dios”.

Sobre “Lejos de Roma” de Pablo Montoya

lejos de romaEsta no es una reseña, es una invitación emocionada a leer una obra de cuyo valor estoy convencido, una novela valiosa, que puede ser gran compañía en las horas de silencio que puedan encontrarse en la temporada que se avecina. Saludo a un gran autor y agradezco por una bella obra, mi deseo es que sea leída (y varias veces reeditada)

En marzo de este año, unos meses antes de que le fuera otorgado el premio Rómulo Gallegos por su “Tríptico de la infamia” (3 de agosto de 2015) entré en Luvina libros, mi compadre Gustavo y yo queríamos comprarle libros de cumpleaños a Úrsula que inmediatamente se sintió en casa y se puso a curiosear. El librero, muy amable, indagó por los gustos literarios e inquietudes intelectuales de los adultos mientras la niña se tomaba su tiempo para elegir entre cientos de tesoros. Es muy agradable poderse sentar con los libros que te tientan en una librería. El librero se ausentó y volvió a aparecer con un ejemplar entre las manos, yo no conocía ni al autor ni la editorial (Sílaba Editores), pero el libro era bello, los elogios del librero y sobre todo la declaración de amor sincero por el autor y la obra me convencieron de llevarlo a casa. Ese día salimos con varios trofeos. La novela tuvo que esperar su turno en la repisa y tentarme paciente y cotidianamente con su presencia, su promesa de maravilla día tras día hasta que las obligaciones académicas le dieron su momento, así saltó un día al bolsillo y me acompañó pidiendo ya que llegara su ocasión para ser leída. No soy un lector voraz ni omnívoro ni compulsivo, soy lento, y el haber luchado con la dislexia en mi infancia y adolescencia me hacen dilatar los encuentros con libros que auguran ser contundentes. El momento llegó.

La novela pide ser leída en voz alta, su prosa tiene un ritmo preciso y musical, te hace desear escuchar las frases en el espacio en que te encuentras y no solamente en tu cabeza. Está escrita en breves capítulos, episodios, imágenes, ideas que alcanzan a desplegarse completamente en dos, máximo cuatro páginas. Esto es una bendición porque uno está obligado a respirar cuando llega el punto aparte, a meditar sobre lo que acaba de leer, a precisar las emociones que aún resuenan, mientras dura el punto aparte. Cada capítulo puede o debe (o invita a) ser leído de nuevo, marcando la puntuación y las consonantes, pronunciando los nombres, respirando. Esto quiere decir que la novela bien podría constar de cuarenta poemas y que todos ellos son momentos de encuentro con rotundas verdades sobre la condición humana o, lo que es lo mismo, efímeros resplandores de lucidez sobre la vida, tal como la entiende un hombre que ha sido obligado a abandonar el mundo que le era familiar con sus privilegios y sus certidumbres.

La novela puede ser cuarenta poemas, tal vez, porque en cada parte habla en primera persona un poeta, un poeta en el exilio. Publio Ovidio Nasón, va asumiendo lenta y penosamente su destierro de Roma por orden de Augusto, se va apropiando lenta y penosamente de la esquina del mundo a la que ha sido confinado. La voz del poeta se convierte en meditación sobre su condición, esto supone una transformación que se va haciendo cada vez más honda, una transformación que nos mostrará matices diversos de la experiencia de un hombre que tiene que volverse a conocer cuando pierde el mundo en el que estaba acostumbrado a moverse.

El gusto por la novela histórica es muy particular, tal vez sea lo que se llama un gusto adquirido, los lectores pueden gustar de encontrar novelada la erudición historiográfica, o pueden agradecer la experiencia pedagógica que implica la creación de voces y personajes que nos lleven a palpar desde diferentes perspectivas el espíritu de un tiempo, de una época. Se puede disfrutar que una historia pueda contarse en un tiempo ajeno (que siempre los son, en cierto sentido, los tiempos de la ficción) haciendo que los lugares y las lenguas lejanas y misteriosas emerjan en la imaginación. También podemos saborear que se nos sirvan vinos antiguos y venerados en copas nuevas y disfrutar que la nueva circunstancia justifique el material delicado con que se trabaja. Montoya logrará satisfacer al lector en general y al lector de novela histórica en particular que busca la novela histórica por cualquiera de los motivos que he postulado o por otro. Añadamos que el tema del naciente imperio, el reinado de Augusto y sus inmediatos sucesores ha sido tratado por las más grandes plumas del género. En esta comparación Montoya sale muy bien librado.

Tal vez se trate de ser un ciudadano Romano, pertenecer a la élite, haber gozado de fama y reconocimiento y de pronto caer en desgracia, ser obligado a retirarse en un confín del mundo en que pocos hablan correctamente la lengua latina. El exilio del poeta es completo cuando las voces que lo rodean vibran con lenguas extrañas o con sombras, evocaciones difíciles de la propia, esa condena al silencio le obliga a explorar otras dimensiones de su ser.

Tal vez no se trata de Roma sino del exilio, un mundo que el lector va conociendo al mismo tiempo que el personaje, que se rinde, que se acepta y solo entonces mira hacia lo perdido como quien encuentra algunas claridades entre las brumas. Las primeras secciones narran el modo en que el poeta se sumerge en la tristeza y el abandono, aquí el autor logra construir una forma de empatía con el exiliado a quien acompañamos en la más profunda forma de derrota, una que se afinca en su cuerpo, en sus sentidos, en su silencio.

Según notamos el fin del invierno (¿un invierno, muchos?), algunos gestos dan lugar al surgimiento de la palabra, formas de latín intercaladas con dialectos que el romano ignora, costumbres y hábitos que no le pertenecen van entrando en su mundo y dándole una nueva dimensión. Desde allí es posible comenzar a reflexionar cómo es que ha llegado a parar a este borde remoto del imperio. La tristeza da paso a una forma de lucidez que nunca alcanza a convertirse en esperanza. De la opción por el silencio pasamos a reflexiones sobre la poesía y su lugar en la vida. Ovidio ve sus propios dotes y sus propias vanidades, el valor que tuvo la retórica, los riesgos del Arte de amar, la jovialidad de las Metamorfosis, desde una nueva perspectiva. Lejos de sus lectores y de los usos cortesanos de la afectación y el ornamento, una nueva voz, una voz desconocida se abre paso entre la tristeza. Libros, lectores, bibliotecas, los amigos, evocados con amor y nostalgia. Espectros que pueblan la soledad dejando claro que es inevitable el abandono. Un último episodio de amor, de su imagen, de su ilusión de su evocación. Una última renuncia relatada desde la fruición del instante hasta la claridad de la despedida.

El lector colombiano no puede evitar preguntarse de tanto en tanto si no le están hablando de su propio tiempo y de sus conciudadanos. Una virtud de la novela histórica puede ser que permite reflexionar sobre el presente por contraposición con la forma en que otros hombres lidiaron con sus penas, conflictos y guerras. En el caso de nuestro país, la condición del expatriado, del que tiene que inventar una vida nueva lejos de su vida es, y será por mucho tiempo, un tema para el cual nuestro pensamiento debe nutrirse de las mejores y más bellas palabras.

Bogotá, 1 de diciembre de 2015