La memoria de esta época va estar llena de tristeza y angustia para muchos de nosotros. Al volver sobre estos meses sombríos pensaremos también en las cosas que nos ayudaron a poner algo de luz y alegría en los días. Para mi, los libros suelen ser fuente de luz y alegría pero debo decir que las que he recibido de El infinito en un Junco han sido intensas y brillantes aún semanas después de terminar lectura. Creo que este libro será más que un recuerdo, una compañía de aquí en adelante. Es un libro al que volveré muchas veces. Ahora bien, esta imagen positiva no se debe a que esta obra sea pura alegría o pura belleza sino a que no deja de inquietarme y proponer temas de reflexión. A quienes disfrutamos esas tensiones, esas horas de duda e inquietud, un libro así nos da placer incluso cuando sentimientos más oscuros nos invaden por su causa.
En medio de la lectura se me aparecen fantasmas de preguntas inevitables cuando estudiamos o enseñamos sobre la antigüedad clásica en América Latina. El libro es a la vez la celebración de la herencia europea, una estudiosa española se las arregla para establecerla y nos muestra esa continuidad mientras nos cuenta mil y una historias que vienen naturalmente a su memoria y a su prosa, se trata de un viaje de reconocimiento. Una parte de mi la acompaña en ese viaje sin pensarlo dos veces, una parte de mi participa en ese reconocimiento en muchos puntos de la lectura.
A la vez veo cómo la historia de la continuidad está punteada por la violencia y los riesgos de ruptura. Al fin y al cabo la línea hecha de libros entre los Griegos, los Romanos y los Europeos Modernos es una línea esencialmente frágil. No solamente debido a la vulnerabilidad de los soportes físicos que sostienen temporalmente la vida de las palabras, sino también porque la producción de esos libros, soportes vitales de un contenido potencialmente infinito, depende de la vida social y de los valores que le permiten cuidar de seres y objetos esencialmente frágiles.
Las civilizaciones tienen vidas tan frágiles como los papiros que se destruyen o desgastan en número muchas veces mayor al de las obras que logran conservar. Así son los esfuerzos humanos, sus obras y sus huellas.
Me impresiona que esta meditación culmine en Europa. No es un defecto del libro ni una falta de la autora. Al fin y al cabo es su libro y el encanto de este reside precisamente en la sensación de íntima posesión de conocimientos y experiencias que logra comunicar como propios, como aquello en lo que se reconoce, un presente y un pasado que le pertenecen. El lector reconoce la voz de una mujer joven, con una muy sólida formación en Filología Clásica con un pie en el mundo ya antiguo del pre-internet y una notable habilidad para recurrir a una cultura en la que los libros, el cine y algo de pop alcanzan a proveerla de experiencias comunes gracias a las cuales evoca en sí misma y en sus lectores sentimientos y afectos con los que se colorean los pasajes de su historia. La de Irene Vallejo es una voz clara, afirmativa, autónoma. Una voz que no disimula sus simpatías ni sus antipatías. Esto es fundamental para que el lector se sienta no solamente recibiendo una historia, su historia, sino acompañándola en su viaje, también.
En esa línea, Irene Vallejo nos cuenta sobre la conservación de lo que hace a Europa ser Europa: es una historia de poder y riqueza en la que la producción del libro acompaña los ascensos y caídas de imperios y dominios, una historia de jerarquías que conduce también a relatos de emancipación.
El libro me deja una pregunta sobre nosotros, los entusiastas lectores no europeos de habla hispana para quienes la historia del libro, de los libros, también hace parte de lo que somos. Mi trabajo como profesor ha versado sobre las mismas épocas, las mismas obras y las mismas historias y he recibido de mis estudiantes preguntas que inspiran lo que escribo en adelante. Cuando nos reconocemos en la lengua y en la cultura que compartimos con la autora, saltan a la vista las ausencias y las brechas. No todos tenemos recuerdos de bibliotecas públicas o lecturas de infancia gracias a una madre dispuesta, con tiempo y recursos, a complacernos con una historia más a la hora de dormir. Las referencias al cine y la literatura contemporáneas no se perderán en la mayoría de nosotros, pero habrá que buscar las conexiones de otro modo.
Los hispanohablantes no europeos somos destinatarios de ese gran envío que significa la historia del libro tal como la cuenta Irene Vallejo al referirse a las provincias lejanas del Imperio o a las ciudades venidas a menos. América es ese otro que cuenta, también, la historia de Europa desde las otras fronteras. A estas tierra la cultura europea llegó libro en mano para crear nuevas y numerosas generaciones de lectores. Este capítulo, como los anteriores, no estuvo exento de violencia.
En pueblos de importadores de libros que no poseyeron imprentas hasta finales del siglo XIX, como Colombia, hay que contar la historia del libro tal como la recordamos. En qué relación con los libros nos reconocemos, nos asombramos, nos recuperamos. ¿Con qué artimañas la hemos conquistado? ¿Cómo contar la saga que ha hecho vivir y revivir mil veces la lengua, la literatura y la civilización con otras voces y colores? ¿Cómo se relaciona nuestra forma de leer y acceder al libro con las relaciones sociales y políticas que hemos podido construir o con las que aún nos resultan lejanas? Una virtud del libro de Irene Vallejo es que muestra con claridad las conexiones entre la experiencia individual de lectores, autores, fabricantes, libreros, bibliotecarios con la experiencia social, colectiva y política de Ciudades, Imperios, Civilizaciones. La construcción de la vida individual y de la vida colectiva pasa por lo que se pone en los libros y lo que en ellos se encuentra, lo que de ellos logramos sacar. Una idea que Vallejo expone de forma muy acertada es la diferencia del alfabeto con respecto a otras tecnologías de representación gráfica de la lengua y cómo todos pueden aprenderla sin distinción ¿Cual es la relación entre alfabetización y democracia entonces y ahora? Hay que pensarlo tanto como la relación entre la democratización de nuestras actuales tecnologías de la información y la comunicación y el ejercicio político en nuestras sociedades.
La realidad del poder es un elemento recurrente en el texto de Irene Vallejo, las páginas de la historia del libro, nos cuenta, están marcadas por la injusticias y violencias propias de la producción y reproducción de un objeto que expresa y concreta el poder, que se nutre de él. En el mundo antiguo la lectura, los libros, las bibliotecas son privilegios de muy pocos y el acceso a ellas está en función del poder y sus configuraciones. Vallejo no deja de llamar la atención sobre la función que cumplen en esta compleja máquina los esfuerzos de los más débiles, las vidas anónimas que cuesta su funcionamiento. Las formas en que las mujeres logran leer, escribir y publicar, sin pasar a la posteridad. Las maneras en que la esclavitud es condición de posibilidad de las obras más sublimes, la forma en que fue posible para algunos, como el poeta Marcial, burlarse de todo ello y conquistar una forma sencilla de inmortalidad.
Los lectores hispanohablantes no europeos accedemos a esta lectura gracias al mercado del que somos (y más en Colombia) un sector minúsculo. El privilegio de los que leemos, compramos y poseemos libros en América Latina bien podría compararse aún hoy con el patriciado romano. Desde la obra de Vallejo, un final posible de la historia de los libros y las bibliotecas es una Europa emancipada en la que hombres y mujeres acceden libremente al conocimiento, como un derecho, en la que el placer de la lectura está al alcance de todos. Ese contiente de lectores es un continente de ciudadanos y parecería reconocer esa dignidad a todos. Pero esa situación de reconocimiento de la dignidad de todos está lejos. Aún no somos parte de un nosotros de ciudadanía y dignidad para todos. Vallejo percibe la enorme fragilidad de las instituciones que sostienen aún la pretensión de ciudadanía y dignidad. Vallejo es consciente y está agradecida de lo que la cultura del libro ayudó a construir, la libertad y la democracia tienen al libro y a la lectura en su sangre. Por eso a la gratitud hay que sumar la conciencia de la fragilidad.
Siendo un libro de este tiempo y de aquel, las formas espectrales de la barbarie también se hacen presentes y dejan un rastro temible. El proyecto cosmopolita en contraste con los Lager o los Gulag. Los bullies contra la chica rara en el colegio. La literatura como salvación interior, espiritual, como reino de la imaginación. En esas contraposiciones la historia de los libros en el mundo antiguo aparece para que la reconozcamos en la del nuestro.
Es muy interesante el capítulo sobre el lugar social subordinado, explotado y esclavo del trabajo cultural, creativo y académico relacionado con las letras, las artes y la enseñanza. Esta idea se remite a la situación neoliberal contemporánea en la que no acabamos de entender el valor de las humanidades. Esta idea se enriquece cuando incluimos en la historia del libro y la lectura las relaciones de los libros con las condiciones concretas de su elaboración, copia, distribución y venta, el modo en que estas expresan la estructura social, sus jerarquías y el privilegio de leer y poseer libros.
Es una reflexión en la que podemos reconocernos, con ciertos matices. Podemos hacer una analogía entre el reconocimiento que hace Vallejo de su tierra natal como provincia Romana. Recuerdo su evocación de Quintiliano, nacido a 120 km de su casa. En los confines de un imperio que la contiene y con el que se identifica. Incluso en su fragilidad o en su decadencia. Porque hay también una debilidad en los imperios, incluso una especie de complejo de inferioridad como el de los Romanos respecto a los Griegos.
La suerte de los que heredamos la lengua y la cultura cuando esta cruzó el atlántico es distinta y sin embargo no hay ningún problema cuando la autora puede asumir como propios o cercanos los nombres y las obras de Borges, de García Márquez, de Bolaño etc. Estos nombres hoy no pertenecen a países ni se limitan por nacionalidades pues quien puede llamar a un autor suyo es quien lo ha leído y así se lo ha apropiado. Vallejo se apropia con justicia de lo que ha leído también en su escritura que articula todas las lenguas y tradiciones.
Pienso en nosotros los hispanohablantes no peninsulares con formación europea, eurófila, eurocéntrica. Pienso, imagino, deseo el siguiente volumen de esta historia. Lo imagino escrito por una compatriota capaz de una erudición semejante que pueda contar su experiencia de la herencia, de los dones de la recepción de esas historias y palabras que duran y perseveran. Una voz que nos hable de las paradojas de ese don de la lengua y la lectura ligado a la sangre, al poder, la esclavitud y la muerte, también.
Hoy, las obras de los Griegos y Romanos siguen ofreciéndose a quienes requieren imágenes y figuras, palabras y metáforas para contar sus dramas, para aprender a narrar sus historias y llorar sus muertos, como han hecho insistentemente generaciones de Antígonas colombianas.
Veo, al final, el balance en el reconocerse y aceptarse, en los visos de la ironía, en la crítica y en los énfasis en la desigualdad, el privilegio y el olvido, la discriminación, en la sistemática exclusión de las voces de la mujeres. El valor de abrazar la memoria del pasado para confrontarnos, para no dejar de vernos, para recibir lo que nos ha sido enviado con amor y crueldad, con injusticia y olvido, como la verdad de lo que somos, como la posibilidad de lo que podemos ser, si leemos, todos.
Al fin y al cabo hay una verdad en esta obra: los libros son lo mejor de lo que hemos sido capaces como humanidad.