A propósito de El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez

Nací en septiembre de 1969, era un niño durante los 70 y crecí en la Bogotá de los 80, ciudad que me adoptó con toda su generosidad y con todas sus condiciones, mi adolescencia coincide, más o menos con la del narrador de El ruido de las cosas al caer (2011). La diferencia está solamente en ese carácter de refugiado o de ciudadano adoptivo que no es el del abogado Antonio Yammara, el narrador protagonista (lástima que no diga más sobre ese apellido sonoro y extraño).

En todo caso, él siente a Bogotá plenamente suya, para mi la ciudad siempre fue de los que ya estaban aquí cuando llegué y ahora es de los que se quedaron cuando me fui, aunque haya vivido en ella más de cuarenta años y haya llegado a ser quien soy en ella. También soy ese tipo de ciudadano que no puede evitar sentirse, como dice la novela, rata que abandona el barco que se hunde, con una deuda y a la vez un miedo enorme, junto un cúmulo de razones para no desear volver, o para posponerlo cuanto sea posible. Como dice el narrador: «Colombia produce escapados, es verdad …».

Escribo sobre esta novela celebrada y recomendada hace más de diez años y lo hago porque la acabo de leer y disfrutar sin la premura de estar al día en la que todos los lectores caemos con demasiada frecuencia. Esto me permite liquidar el asunto de la crítica y los elogios y pasar de si me gustó o no a pensar en lo que hizo conmigo mientras la leía, en lo que me han dejado esas horas.

Hay varios heridos en esa novela, todos están llevando la vida y tratando de sanar entretanto pero sin lograrlo nunca plenamente. Esa parece una condición de los colombianos y de Colombia toda. La novela no deja de mostrarnos con detalles grandes y pequeños, con breves cambios de foco que cada uno carga un poco con el país de todos y que cada uno también es responsable, mucho o poco, del peso que le toca a los demás. Como Pablo Escobar que nos puso a cargar mucho más que las toneladas que pesan los hipopótamos de la hacienda Nápoles, imagen con la que arranca la novela. Los hipopótamos de Escobar podrían introducir relatos de cuatro décadas de nuestra historia y esta escena nos lleva del 2009 a los noventa y con ello a una época oscura y violenta de Colombia. Colombia hace memoria entre diferentes tonos de oscuridad.

En esos años noventa un antiguo piloto de la bonanza marimbera se hace amigo de un joven profesor de derecho, cuando han comenzado a conocerse la vida de piloto, que acaba de salir de la cárcel va revelando sus secretos poco a poco, pero antes de que el abogado pueda conocerlo plenamente los abalean juntos en el centro de Bogotá. El piloto era el blanco del atentado y muere pero el abogado queda herido y traumatizado con la ciudad y con el mundo. Cuando cargar con su dolor se está haciendo casi imposible decide tratar de reconstruir la historia que condujo a su herida y que nada tiene que ver con él. Así, la novela entra en el cuerpo de la historia que es esta búsqueda que se remonta a los ancestros aviadores del piloto, a su esposa, una gringa que llega a Colombia con los Peace Corps y se queda, a la hija de ambos que tiene algunas claves pero cuya memoria también tiene lagunas. La hija y abogado reconstruirán la historia que llevó a las heridas que carga cada uno. Esa historia está ligada a la evolución del narcotráfico y, sobre todo, a la de las vidas y las tierras que toca. A la experiencia de Bogotá se contraponen La Dorada y el valle del Magdalena y, por su puesto, la hacienda Nápoles.

Los pasos que dan estos seres heridos para completar su memoria tal vez sanen una parte de sus dolores pero generan unos nuevos, muchas vidas cambian y se afectan, por acciones y por azares. Destinos en cuya coincidencia aparece una luz se separan con asombrosa facilidad. Las despedidas son interrumpidas e indirectas.

La narración es impecable y el estilo es directo y natural, aunque se nota un gusto por la literatura que tal vez el personaje no manifiesta plenamente, con todo, las licencias que se toma Vásquez para introducir las descripciones de paisajes y situaciones son acertadas y moderadas, incluso las citas poéticas de Aurelio Arturo llega en el momento justo y recoge el sentimiento de la relación con la ciudad.

La historia de amor del narrador con su esposa, su paternidad, su separación es tal vez el único aspecto al que le falta un poco de fuerza y jugando un papel decisivo en la escena final podrían haberse delineado con más intensidad. Sin embargo, cuando lo pienso un poco, el narrador es un ser anestesiado para la vida por su propio dolor, solamente el ejercicio de memoria le devuelve la sensibilidad pero, como lo acepta: hacer memoria drena todas las fuerzas y no es inmediatamente la salud.

El ruido de las cosas al caer nos recuerda lo que fue vivir con miedo en la adolescencia y la juventud. Dos décadas en que el estruendo de un ruido letal podría sobrevenirle a cualquiera en cualquier parte. Me pregunto cómo será la experiencia de un lector extranjero o de un colombiano más joven, la afección en ellos debe ser distinta.

Los relatos de la violencia colombiana, de sus motivos y sus absurdos son ya una biblioteca entera y en ella se han ensayado y crecido todo tipo de plumas y prosas, Juan Gabriel Vásquez es una de las buenas, estoy agradecido con esta lectura.