Sobre «El medidor de tierras» de Esteban Duperly

Esta no es una reseña, es una reacción a la lectura de una novela. En esta época en que publicar cualquier opinión es exponerse a violencias gratuitas, yo solamente espero que se me permita consignar estas reacciones que ofrezco sin ningún ánimo de sentar cátedra ni de ofender a nadie.

Ahora bien, a Esteban Duperly sí quisiera hablarle, he leído sus dos novelas sin conocerlo, ahora solamente lo intuyo, a tientas y con la esperanza de que vengan más novelas suyas para seguir imaginándolo. Al escritor lo imagino en las pausas, cuando me sorprenden su léxico y sus referencias, cuando disfruto la aparición de una frase o celebro el éxito de un símil y el logro de una metáfora que cumple su función virtuosamente. Lo imagino documentándose y aprendiendo, obligado por la historia que quiere contar y me doy cuenta de que yo mismo en su lugar no sabría cómo hacerme la pregunta para la cual él ya me ha mostrado la respuesta.

Una novela puede ser varios días, una temporada, a veces una época de la vida. También hay novelas que detienen el tiempo y se lo roban absolutamente, esas requieren que uno no se ocupe de otra cosa. No estoy en esa situación. La vida de hoy, por tranquila que pueda ser para algunos, nos obliga a pelear por los ratos de lectura, a programarlos y a cuidarlos. La novela espera su momento del día pero nos acompaña no solamente esos ratos sino todos esos días en que la lectura continúa. He tratado de prolongar esos días y esos ratos con El medidor de tierras.

Las pausas entre los ratos de lectura sirven para tratar de respirar con el ritmo que la prosa le da a un mundo y a una atmósfera. En El medidor de tierras, la atmósfera es seca la mayor parte del tiempo, la luz es plateada e inclemente y los días pasan muy lento. Esta es una novela que pide que el lector se obligue a esperar, para que la página exponga su propia espera, para que nos enseñe una especie de resignación, hoy tampoco lloverá, pero tiene que llover.

Esteban Duperly está fascinado con el agua, con sus ciclos y sus fuerzas, con sus efectos sobre los cuerpos humanos y no humanos, sobre los espacios, sobre la tierra y la vegetación. En su segunda novela hay corrientes y lluvias sobre la sabana pero también piletas y un tanque, chorros escasos, aguamaniles y pozos secos. Las formas en que los hombres olvidan y recuerdan, de pronto, que dependen del agua.

La primera imagen, sin embargo, nos desconcierta porque en ella el agua abunda. El recuerdo de la primera escena nos va a acompañar toda la lectura y va a pesar sobre ella como un enigma ¿cómo llegaron las cosas a ser de ese modo? ¿de dónde viene este personaje? El Teniente, un hombre en una sabana infinita, vacía, a primera vista. El lector no tiene otra alternativa, el mundo de la novela tiene que desplegarse por sí mismo. Los espacios vacíos del mapa están llenos en el mundo. Para todos es difícil comprender que los desiertos están vivos y que ningún lugar en la naturaleza está realmente vacío.

En El medidor de tierras, la acción se aleja de las ciudades, como había ocurrido en Dos aguas donde habitamos un manglar en disputa que está a una jornada del asentamiento humano más cercano. Ahora tenemos que viajar hasta una guarnición militar en un cerro en medio de una sabana anónima a varios días a caballo de la última estación del tren. No hay países ni ciudades, ni fechas. Tenemos que imaginar el tiempo de la misma manera que imaginamos el espacio: a partir de referencias básicas que nos dan un rango estimado pero no exactitud. En una situación así, descubrimos que la exactitud de las fechas y los lugares se queda en los documentos, en la burocracia que archiva la historia a distancia, sin comprenderla.

¿Dónde ocurre, cuándo? No es claro, pero existen los trenes, los vehículos con oruga, las ametralladoras, se explota la quina. Las costumbres de los militares húngaros y prusianos sirvieron para educar a una generación de oficiales. Estamos en América del Sur durante una guerra entre dos países limítrofes, pero no en medio de ella. La selva ya ha sido diezmada pero no del todo: bosques en la estribación de una cordillera son visibles en el horizonte a una distancia indeterminada. El habla delata personajes de varias regiones que han terminado reunidos en esta lejanía, también aparecerán, sin que podamos distinguir sus palabras, los blancos altos de alguna parte, ellos vienen a sacar una sustancia valiosa de los bosques. En la lejanía va a tener lugar un conflicto entre dos hombres, dos militares entre los que existe una jerarquía.

Varias formas de masculinidad se van a desplegar y entrar en conflicto en este escenario. Hay masculinidad pero no hay patriarcas, el padre ha muerto, el abuelo es una presencia frágil en medio de la senilidad. Los hombres que vemos están solos y cada uno lleva consigo, carga, oculta, negocia o silencia su propia orfandad. La milicia sirve para ordenar con rituales la soledad de cada uno. Una mujer y una niña aparecen en la primera escena, son las únicas que pertenecen al lugar y las únicas que tienen la fuerza y la determinación para moverse en él.

El Teniente, el protagonista, es un oficial agrimensor. Lo veremos medir la tierra, la extensa y la excavada, lo veremos dibujarla en sus mapas con plumilla. El Teniente llega con el cometido de ejercer soberanía midiendo la frontera con exactitud: nunca podrá cumplir realmente su tarea. Medir las tierras es la finalidad de su carrera y de sus ordenes, pero se convertirá en una pregunta sobre lo que verdaderamente constituye el sentido de una existencia. Esta labor que puede hacer bien podría ser otra, esta vocación no es la suya. ¿Quién es entonces el Teniente? Tal vez llegue a averiguarlo en virtud de sus relaciones con el Mayor y con Lobo, que se encarga de las palomas mensajeras. Sí, palomas mensajeras.

Las historias humanas solamente alcanzan una resolución cuando se inscriben en los ordenes de las fuerzas y los elementos, cuando esto ocurre tal vez sea tarde o tal vez haya aún una oportunidad. La historia produce la formación de una manada de varias especies que se inscribe en el relato de la sequía y el calor. La historia se mueve -más que resolverse- cuando la lluvia deja de ser inminente a ser un hecho cumplido que se impone sobre el paisaje.

Los vivientes no humanos y sus comportamientos. Las larvas, los zancudos, las palomas, las manadas. Las señales que nos dan y que no vemos. La forma que tienen de ver lo vivo quienes no conocen otra forma de vida que la que se rige por los afanes y los intereses humano. Atendiéndolas encontramos cual es nuestro vacío o la pérdida que no hemos podido nombrar. La falta de manada o la falta de valentía para dar un paso hacia la corriente.

En El medidor de tierras se unen el delirio y esperanza, una alianza que parece ser una especie de último recurso de la vida para perseverar y de la literatura para prolongarse.

Agradezco haber leído esta novela, celebro su publicación y la recomiendo afectuosamente.