Sobre la poesía verdadera y falsa en Platón. Traducción Juan Fernando Mejía Mosquera

no es mi punto de vista el de este autor pero me parece importante conocerlo

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Pabst Battin, M. “Plato on true and False Poetry”, en: The Journal of Aesthetics and Art Criticism, Vol. 36, nº2, winter 1977, p. 163-174

En el libro 10 de la República, Platón afirma que la poesía –él tiene en mente particularmente la poesía de Homero- debe ser excluida del estado ideal, apoyándose en dos argumentos: la poesía inflama las pasiones y no es verdadera.

Cualquiera de estas características es suficiente para alterar el orden del alma justa: la poesía que inflama el alma fortalece to qumoeidhj, la parte irascible del alma, de modo que esta pueda hacerse con el control sobre la parte racional del alma; la poesía, por ser falsa, debilita to logístiko/n, la parte racional, de manera que se vuelva incapaz de mantener el control sobre las conflictivas parte irascible y apetitiva. Si la parte racional perdiese el control por alguna razón, la parte irracional lo tomaría y el individuo se vuelve injusto. Pero un estado poblado por individuos injustos no puede él mismo ser justo; por lo tanto, si en la República hemos de vislumbrar el estado ideal verdaderamente justo, debemos expulsar cualquier cosa que produzca injusticia en los individuos. La poesía, según sostiene Platón, es falsa e incitadora de modo que produce injusticia en los individuos, por lo tanto, no puede admitírsela en el estado ideal, sin importar cuanto lo embellezca.

Ese, en términos muy simples, es el argumento contra la poesía que Platón esgrime en la República. Sin embargo, nótese que descansa sobre dos asunciones sobre la naturaleza de la poesía: que es falsa y que inflama las emociones. Mientras la segunda de estas resulta de interés psicológico, es la primera de ellas la que resulta filosóficamente provocativa, y la que examinaremos aquí: el aserto de que la poesía no es verdadera.

Uno podría sugerir, tal vez, que todo lo que Platón tiene en mente al sostener que la poesía no es verdadera es el hecho trivial de que la poesía, en tanto ficción, al describir personajes, míticos o legendarios y eventos que no han tenido lugar, no es verdadera de la manera en que lo es un reporte o una descripción de eventos y personas reales. Pero esta no puede ser una explicación adecuada porque la poesía de la que Platón se ocupa en mayor medida, esto es, la de Homero y Hesíodo, era concebida por gran parte de sus contemporáneos, como descripción de seres reales. De los dioses y los héroes de la poesía homérica y hesíodica se suponía que existían, o habían existido, no en algún otro mundo mítico y legendario sino en este; por lo tanto Platón sería incapaz de plantear su caso basado en el aserto de que la poesía no es verdadera porque describe gentes y lugares meramente ficticios. Además, pienso que tiene algo más interesante en mente.

Un síntoma del hecho de que el punto de Platón no es trivial está en ciertas notas rudas en el caso contra la poesía. Platón dice que él no valora nada en mayor medida que la verdad, y aún así al diseñar el estado ideal elige admitir alguna poesía que no es verdadera y excluir alguna que lo es. Pero si es la verdad y nada más que la verdad lo que fortalece la parte racional del alma, y por lo tanto, favorece el desarrollo de la justicia en el individuo y, por consecuencia, en el estado, parece muy sorprendente que deba hacer semejantes elecciones.

Consideremos un par de curiosos pasajes. En el libro II, cuando Sócrates y sus compañeros están discutiendo el régimen educativo adecuado para los jóvenes guardianes, Sócrates arguye que las historias que Homero y Hesíodo cuentan sobre los dioses son falsas y luego comenta

Aún si fueran verdaderas pensaría entonces que se las debe contar ligeramente a personas jóvenes e insensatas. Sino que la mejor forma sería enterrarlas en el silencio, y si aún hubiese alguna necesidad de relatarlas, que solo una pequeña audiencia debería ser admitida con la condición del secreto y después de sacrificar no un cerdo sino una víctima enorme y difícil de conseguir, con el objeto de que la menor cantidad posible de gente haya oído tales historias. (378.a)

Aquí la pretensión, aunque es hipotética, es que algunas historias verdaderas no deberían se contadas. A la inversa, Sócrates arguye en varios lugares que algunas historias que no son verdad debieran ser contadas. No solo la primera educación del niño consiste en fábulas las cuales son, en conjunto, falsas a pesar de que contengan alguna verdad (377.a), pero como adultos, a los habitantes de la ciudad se les deben contar algunas “falsedades oportunas” cuando los guardianes estimen conveniente hacerlo(389.b). Estas así llamadas “mentiras nobles” (entre las cuales se encuentra el mito de los metales) deben ser compuestas por poetas a sueldo bajo el más estricto escrutinio y censura de los guardianes y en las leyes forman la mayor parte de la dieta literaria del estado (Leyes, 663.d-664.a).

Tales pretensiones difícilmente parecerían ser las de un hombre que rechaza la poesía sobre la base de que no se apoya en la verdad (600.e). Si la verdad fuera el único criterio de Platón para la admisión de la poesía, y si la veracidad en la poesía fuera tan crucial para la justicia del alma como él dice que lo es, entonces podríamos esperar que toda la poesía falsa –incluyendo las fábulas infantiles y las mentiras nobles- sería excluida, y que toda la poesía verdadera –incluyendo cualquiera de los cuentos de Homero y Hesíodo que puedan resultar verdaderos- sería mantenida. Pero este no es el caso. Parece, entonces, que la política platónica de exclusión sufre de algún tipo de penetrante confusión conceptual a cerca de la naturaleza o la importancia de la verdad.

Tal vez con solo una excepción, sin embargo, Platón no aplica los términos “verdadero” o “falso” directamente a la poesía

; lo que sí dice repetidamente es que la poesía está “lejos de la verdad” (597.e, 598.b, 602.c), que no “imita la verdad” (598.b), que es “producida sin conocimiento de la verdad”(599.a), y que “no se basa en la verdad” (600.e). Sabemos, por supuesto, que para Platón son las formas las que son verdaderas, y entonces que la poesía que está lejos de la verdad es poesía que está lejos de las formas. Pero esto no es muy informativos. Si hemos de entender lo que quiere decir cuando arguye que la poesía no alcanza la verdad, y en particular si hemos de comprender por qué admite algún tipo de cuentos y excluye otros en el nombre de la verdad, debemos encontrar alguna forma de hablar con nuestro propio vocabulario de lo “verdadero” y lo “falso” que haga inteligible para nosotros qué significa para la poesía estar lejos de las formas y qué es fallar en apoyarse en la verdad.

Tal vez nos ayude en este proyecto tomar nota de una distinción en nuestro propio lenguaje: hacemos uso de “verdad” por lo menos en dos sentidos. Mientras asumimos generalmente que “verdad” denota una propiedad de las proposiciones, y que una proposición que tiene esta cualidad es tal que corresponde a o describe correctamente algún objeto o estado de cosas en el mundo, también reconocemos que esta no es la única forma en que usamos el término. Considérense los siguientes enunciados:

  1. que hoy es martes es verdadero
  2. Juan es un verdadero radical

Tendemos a asumir que el primero de estos, en el que el predicado “verdadero” es aplicado a un enunciado, es el sentido central o esencial de la palabra “verdadero”; “verdadero” tal como se lo usa en el segundo enunciado, sin embargo, es un fenómeno igualmente familiar en nuestro lenguaje. En este uso, no modifica un enunciado; denota una propiedad de objetos, en este caso, los radicales. En efecto, se le puede aplicar a muchos tipos de entidades: hablamos de verdadero remordimiento, verdadero valor, verdadero amor; hablamos de verdaderos líderes o verdaderos cobardes; hablamos de verdadero granito, verdadero rojo, verdadera hidrofobia. Lo que queremos decir en estos contextos es que el objeto o el estado de cosas, del cual “verdadero” es un predicado es un paradigma o un ejemplo confiable del tipo de cosa que es; no es en modo alguno un engaño, artificial o imperfecto. Un rojo verdadero es un rojo paradigmático, uno que es genuina y completamente rojo y no ha sido alterado con ningún otro tono. El verdadero compromiso es el que no ha sido transformado por ningún motivo ulterior; es un ejemplo de la clase de cosas que la compromiso debería ser. Por lo menos en algunos casos que tienen que ver con seres humanos, este uso de “verdadero” no tiene solo su sentido normativo o paradigmático sino que además parece sugerir que el individuo del que se hace la predicación tiene la propiedad en cuestión por naturaleza, y no podría ser de otra manera. “Juan es un verdadero radical” y “Juana es una verdadera pianista” sugieren que estos individuos son lo que son por naturaleza, y dada la oportunidad adecuada para el desarrollo, no habría podido ser de otro modo.

Vemos, entonces, que podemos discernir dos sentidos distintos de “verdadero”

. Al primero de estos usos, en el cual “verdadero” es un predicado de los enunciados y significa que el enunciado describe correctamente el mundo, o puede conformarse a los hechos lo llamaré de aquí en adelante el sentido descriptivo o factual de “verdadero”. Al segundo, igualmente familiar por lo menos en la lengua inglesa cotidiana lo llamaré el sentido paradigmático o normativo de “verdadero”, para sugerir que se dice de una entidad que funciona como paradigma. En este último sentido, “verdadero” significa algo así como “genuino”, “esencial”, “perfecto”, “ideal” etc.

En griego también se usa a)lhqh/j , generalmente traducido por “verdadero” tanto como predicado de enunciados como un adjetivo que modifica nombres. Esto, por supuesto, no es suficiente evidencia de que la palabra griega sea “bivocal”, o que tenga justamente los sentidos, que tiene el término inglés, bien para los usuarios del griego en general o para Platón en particular; esto solamente es evidencia de que el término puede ser usado de dos formas gramaticales distintas. Platón efectivamente usa el término en ambas formas gramaticales; ambos usos se encuentran dentro del libro 10

. Aunque esto no garantiza que los sentidos que él le asigna a a)lhqh/j sean equivalentes a los sentidos de “verdadero” en inglés, sin embargo, en la ausencia de cualquier discusión explícita sobre los significados de este término, debemos apoyarnos, si hemos de entender el caso de Platón, en nuestras intuiciones como angloparlantes, por lo menos para evitar los errores de interpretación más comunes. Por su puesto, nuestras intuiciones como angloparlantes no nos van a decir por sí mismas lo que significa “alejado de la verdad”. Pero conservando con precisión los sentidos factual y normativo de “verdadero”, tal vez podamos ver cómo Platón ha sido incorrectamente interpretado, lo que tiene en mente y llegar a entender su aparentemente curiosa posición sobre la poesía verdadera y falsa.

Sospecho que lo que da origen a las notas discordantes que encontramos en la discusión de Platón de que la poesía no es verdadera es que mientras que vemos que ambos sentidos de “verdadero” pueden ser usados respecto al contenido de la poesía, Platón quiere decir que la poesía no es verdadera de una manera conectada con uno de estos sentidos y nosotros tendemos a entenderlo en el otro. Platón puede estar negando que los enunciados en los que la poesía consiste sean verdaderos, esto es, que describan correctamente objetos o estados de cosas en el mundo. O puede estar negando que la poesía retrate verdaderos X, esto es objetos que son paradigmas o ejemplos confiables de sus clases y que no son en modo alguno engañosos, artificiales o imperfectos. Si entendemos que él niega que la poesía consiste básicamente de enunciados factualmente correctos, lo llevaremos a decirnos que la poesía falla en la tarea de decirnos lo que es el caso; si entendemos que el niega que la poesía describa entidades paradigmáticas, lo llevaremos a decir falla en la tarea de decirnos lo que es mejor, o decirnos lo que debería ser el caso.

El lector moderno puede objetar que la poesía no es básicamente un conjunto de enunciados, sino una colección de actos de habla no asertivos. Pero está claro que Platón entendía la poesía como un conjunto de enunciados, cada uno de los cuales posee un valor de verdad. Sin embargo, estos enunciados son presentados en un lenguaje elaboradamente descriptivo, metafórico y agradablemente rimado y métrico, característica que tiende a oscurecer su verdad o falsedad. Por ejemplo, él dice en el libro 10 que aquellos que son ignorantes de un arte –la zapatería o la estrategia, por ejemplo- serán impresionados por las explicaciones poéticas de estas artes dadas en ritmo, metro y armonía, “tan poderoso es el encanto que estos adornos ejercen naturalmente”, pero agrega que cuando estos enunciados son “despojados de su colorido musical y son tomados por sí mismos, creo que sabes qué clase de papel hacen estos decires de los poetas” (601.b; cfr. Gorgias 502.b). Entiendo que esto significa que un enunciado que, al presentarse poéticamente, puede impactar al oyente como algo verdadero y significativo, podría resultar, al presentarse directamente y sin ningún ornamento, falso o carente de interés.

Entonces son los enunciados o grupos de enunciados que conforman la poesía los que pueden ser verdaderos o falsos. Desde luego, cualquier enunciado dado tiene valores de verdad tanto factuales como normativos; si es un enunciado, entonces describe correctamente o incorrectamente un estado de cosas, y tiene o no que ver con un objeto paradigmático. A partir de los valores de verdad de los enunciados componentes podemos determinar el valor de verdad bien de algún cuento en particular dentro de tal poesía, o de una determinada obra poética como un todo: podemos hablar de “poesía factualmente verdadera” como de poesía en la cual los enunciados factualmente cruciales son verdaderos, y de “poesía normativamente verdadera” como aquella en la que la mayoría o todos los enunciados normativos importantes son verdaderos. (Uno podría aplicar también el sentido normativo de verdadero directamente a la poesía misma, no a sus enunciados constituyentes, para hablar de “verdadera poesía” como opuesta a poesía fingida, imperfecta o artificial, como la de los versos tarjetas de saludo, pero este uso, aunque legítimo no es en modo alguno relevante para las discusiones dentro de la República.)

Si hemos de responder entonces a las notas discordantes en el caso contra la poesía, y preguntar qué es lo que Platón quiere decir al decir que de la poesía que está “lejos de la verdad”, deberíamos preguntarnos primero si tiene en mente la poesía en que los enunciados factuales cruciales son falsos, o la poesía en que los enunciados normativos importantes no son verdaderos. Como he sugerido, esto es para preguntar si la queja de Platón es que la poesía no nos dice lo que es el caso o que la poesía falla en decirnos lo que debería ser el caso.

Pero, mientras que entendemos cómo un enunciado factualmente falso falla en decirnos lo que es el caso, no está tan claro cómo es que un enunciado normativamente verdadero –esto es un enunciado sobre un verdadero x- puede decirnos lo que debería ser el caso. He defendido que el sentido normativo de “verdadero” es el que se muestra en locuciones como “Juan es un verdadero radical”; pero esto no es un alegato a favor de que “Juan es un verdadero radical” sea en sí mismo un enunciado normativo. No lo es: los enunciados normativos son enunciados “debe”, y no hay un “debe” o algún equivalente en este enunciado. En lugar de esto se trata de un enunciado de hecho que afirma que alguna entidad (Juan) es un paradigma de esta clase (los radicales), y es falso si Juan no es un radical paradigmático, o si tal entidad Juan no existe. Posteriores afirmaciones sobre esta entidad paradigmática (por ejemplo “Juan detesta la burocracia”) podrían ser factualmente verdaderas o falsas, dependiendo de si existe un Juan y, si existe, tenga la propiedad de detestar la burocracia.

Debemos notar, sin embargo, que la falsedad factual no implica también la falsedad normativa. Sea o no el caso que la afirmación sobre Juan describa correctamente a un individuo realmente existente, aún podría, sin embargo, presentar un paradigma genuino. Si lo hace, da lugar a una pretensión normativa. La asunción que funciona aquí es, por supuesto, es la central para Platón, respecto a que cualquier propiedad que una entidad paradigmática posea, ha de ser poseida, aunque en un grado menor, por todas las entidades de tal clase: el paradigma es la norma o el Standard para lo que tal clase de cosas debe ser

. Puede parecernos peculiar sostener que pretensiones “normativas” puedan atribuirse a objetos incapaces de volición: parece raro decir que porque la piedra paradigma es dura una piedra particular “deba” ser dura también, si ha de ser correctamente llamada piedra. Pero no nos parece raro sostener que porque el paradigma de ciudadano es justo, un ciudadano particular también debe ser justo, si ha de ser correctamente llamado ciudadano. Platón, sin embargo, no hace distinción entre las formas en que entidades capaces e incapaces de volición participan en las Formas.

Desde luego, el paradigma no necesita ser realmente existente, por lo menos no en este mundo; para Platón, los verdaderos paradigmas, las Formas, no existen en el mundo real. Además, las descripciones de los paradigmas son en el mejor de los casos aproximaciones y substitutos no totalmente satisfactorios de una visión completa de los paradigmas mismos. Sin embargo, las descripciones de estos paradigmas dan lugar a posiciones normativas. Es por eso que Sócrates busca definir la verdadera justicia, la verdadera piedad, el verdadero valor y así sucesivamente; está convencido de que si triunfa en hacerlo, sabrá cómo vivir.

Una posición normativa puede ser engendrada, entonces, por una entidad paradigmática que no exista en el mundo real. Las Formas no existen en el mundo real, pero dan lugar a posiciones normativas. Pero, ¿A caso las figuras o cuentos de ficción, mitos o historias de seres imaginarios podrían hacer lo mismo? Seguramente no, a menos de que –y esta es la condición crucial- estas figuras de ficción o imaginarias tengan propiedades muy parecidas a las de los paradigmas reales, esto es Formales. Sabemos, por ejemplo, que hay un paradigma de general: hay una Forma General. Pero supongamos que escuchamos un cuento sobre un general, ciertamente ficticio, sobre un general que es peculiarmente valiente, perspicaz y hábil para desplegar sus tropas: el tipo de hombre al que llamaríamos un “verdadero general”. No es el verdadero general, por supuesto; solo hay uno de ellos y tal es la Forma misma. Si fuera un hombre real diríamos que participa muy de cerca de la Forma de general, mucho más cerca que otros generales. Pero no lo es. Sin embargo, la descripción de esta figura, aunque no hay de hecho tal figura, es una aproximación muy cercana a cualquier descripción que pudiéramos dar de la Forma, y este hecho también puede dar lugar a posiciones normativas. Puesto que, como habitantes de la República, esperamos acostumbrarnos a vivir de acuerdo con las descripciones de las Formas (pues estas, o las leyes basadas en ellas son lo que los filósofos que vuelven a la caverna nos traerán) parecería plausible que debiéramos estar dispuestos a guiar nuestras vidas por alguna cercana aproximación a tales descripciones. Si una historia de ficción describe una acción humana particular de tal forma que coincide mucho con la descripción de un filósofo de, digamos, la Forma de la Justicia, que es una acción que debiéramos emular en nuestra propias vidas.

En realidad, esta clase de caso resulta espurio para una consideración de Platón, en tanto que las figura que pueblan los mitos de Homero y Hesíodo, los dioses y los héroes, no se pensaba que fueran ficticios, sino que vivían o habían vivido en el mundo real. Platón no alega nunca que los dioses de los que habla Homero no existan, solamente sostiene que no pueden tener las características que Homero les adscribe, o que no son divinos (391.c-d). Que la poesía de la que Platón se ocupa sea de ficción, entonces, es irrelevante para el caso que Platón presenta contra ella: los cuentos ficticios tanto como los que no lo son pueden provocar posiciones normativas.

Creo que ahora tenemos el esqueleto para una explicación inteligible de las nociones de Platón sobre la poesía. Para Platón, enunciados sobre las entidades paradigmáticas, esto es las Formas, sirven como bases para posiciones normativas de tal clase. Individuos particulares habitantes del mundo real o del mundo ficticio, no pueden ser paradigmas completos, pues no pueden ser Formas. Aquellos individuos de los que decimos en el lenguaje ordinario que son un verdadero x, son los que participan más de cerca en las Formas. Por esto estamos dispuestos a decir que son paradigmáticos, y sirven como modelos de cómo deberían ser otros individuos de la misma clase. Una figura heroica de la poesía, entonces, si participa muy de cerca de la, digamos, Forma del Valor, puede y sirve como modelo de lo que un hombre valiente debe ser: el hombre valiente debe ser como la figura heroica. Cualquiera que sean las propiedades del paradigma, esas son las propiedades que cualquier aspirante a la x-eidad debe tener. Si Eutifrón fuera verdaderamente pío, tal como él mismo cree, entonces cualquiera que aspire a la piedad debería tener las propiedades que Eutifrón muestra: entre otras, la propiedad de acusar al propio padre. Dado que, para Platón, todos debemos aspirar a la piedad, la importancia normativa de la historia de Eutifrón –si este fuera realmente pío- sería esta: todos deberíamos, en circunstancias similares, acusar a nuestros padres.

Esta explicación muestra porqué para Platón hablamos de enunciados normativamente verdaderos en lugar de enunciados normativos simplemente. Mientras semejantes expresiones pueden sonar raras a oídos modernos, y ocurre por que la ontología de Platón incluye algo que (en la mayoría de los caso) la nuestra no incluye: un genuino paradigma objetivo para cada clase de cosa que existe: a saber, su Forma

.

Este hecho de la metafísica de Platón hace posible determinar el valor de verdad de cualquier enunciado normativo o directivo que pueda haber explicito en la poesía o que sea engendrado por él: Todo lo que uno necesita hacer es comparar el objeto o individuo sobre el que se basan con el paradigma verdadero, esto es, la Forma. Si corresponden, por lo menos con respecto a los atributos propios de la Forma, entonces los enunciados normativos que se derivan de la descripción del objeto comparado pueden denominarse normativamente verdaderos.

Son los enunciados sobre individuos y cosas modelo, entonces – los verdaderos generales, los hombres verdaderamente píos, incluso las verdaderas sillas- los que hacen exigencias sobre quienes leen sobre ellos. Un enunciado poético dado, por supuesto, puede también ser factualmente verdadero o falso, pero como tal no tiene fuerza normativa alguna.

Veamos como esta explicación podría funcionar para una determinada muestra de poesía. Consideremos un cuento del tipo que Platón describe como una “noble mentira”: la familiar “parábola de los metales”.(415.a-c)

Debemos ser cuidadosos al notar, por supuesto, que la parábola no se halla en la República

Traducción parcial de «Imagen y apariencia en la teoría platónica de la mímesis» de J.P. Vernant

Un texto que no es fácil de conseguir. Esta es mi versión castellana. Descargar en PDF imagen y apariencia vernant

VERNANT, Jean- Pierre, “Image et apparence dans la théorie platonicienne de la mimêsis” en: Journal de Psychologie normale et pathologique, nº 2, abril-junio, 1975, pp 133-160

¿En qué medida reconocieron los antiguos griegos un orden de realidad correspondiente a aquello que nosotros llamamos imagen?

Aparentemente, esta podría ser una investigación sin objeto: cómo pudo ser que los griegos, maestros en el arte de la figuración, no tuvieran en sus cabezas, como nosotros, imágenes de las cosas que representan en sus obras?

Y, para quien se vea tentado a poner en duda el valor de tales “evidencias” psicológicas, se podría apelar a testimonio de Quintiliano quien en el siglo I de nuestra era escribió “ eso que los griegos llaman phantasiai, es lo que nosotros llamamos visiones, visiones imaginativas, por las cuales las imágenes de las cosas ausentes son representadas en las almas de tal manera que nos parece discernirlas por los ojos y tenerlas presente delante nuestro.

Por demás, en el siglo IV a.C.,  un filósofo como Platón ¿no había agrupado en un mismo género los tipos más diversos de imaginería para presentar una teoría general unificada de la mimesis, de la imitación, clasificándolos dentro de una misma categoría de fenómenos, esos que por igual sobresalen, a pesar de sus diferencias?

En el Sofista al joven Teeteto, que interrogado por qué es la imagen responde con una serie de ejemplos, el extranjero de Elea opone la exigencia socrática de una definición al mismo tiempo única y general que revele la esencia común de todo lo que es denominado imagen. Lo que él espera de Teeteto, lo que formula “lo que hay de común entre todos esos objetos, que tú llamas múltiples y a los que atribuyes, sin embargo, el nombre único de imagen (eidôlon), nombre que extiendes sobre todos ellos como un único ser” (240 a 3-5)

IMAGEN E IMITACIÓN

Para Platón, todo aquello que en el hombre está en el orden de la eidolopoiikê, es decir, de la actividad de fabricación de imágenes, lo que es obra de las artes plásticas, de la poesía, de la tragedia, de la danza, por no mencionar mas que estas, se integra en el dominio de la mimetiké, de la actividad imitadora.

A la fórmula de la República que representa a la mimesis como demiúrgia de imágenes (eidolon dêmiourgia) responde la del Sofista: “la mimesis es algo así como una fabricación (poiesis), fabricación de imágenes ciertamente no de realidades.” El hacedor de imágenes (eidolou poietes), el fabricante de imágenes (eidolou demiourgos) es lo que denominamos un mimêtês, un imitador (Rep. 599 a 7, Soph. 265 b 1, Rep. 601 b 11; Soph. 266 a-d, 267 a-b, 268 d, Pol. 306 d 1-3, Leg. 668 a 6, 668 b 10)

Platón no se contenta, en este plano, que con menos rigor y sin preocupación de orden teórico Jenofonte había abierto en los Recuerdos. En el tercer capítulo de esta obra, Jenofonte había hecho sufrir un ligero deslizamiento al vocabulario del mimos (a la ves el mimo como genero y el mimo como actor) de mimesthai (mimar), de mimema (producto de la acción de mimar), de mimethes (el que mima), utilizando este conjunto de términos – de los cuales no existe testimonio de haber sido empleados con anterioridad al siglo V a.C. y que se asocian, según toda evidencia, al género literario del mimo, con valores muy particulares de mimar, remedar, simular- para designar el trabajo del pintor y del escultor (Recuerdos, III, 10, 1-8).

Platón da un paso más: el da a mimesthai un valor más preciso y, en cierto sentido, técnico, al mimo tiempo que ensancha su campo de aplicación, haciendo del “imitar” el rasgo común y característico de todas las actividades figurativas y representativas (Rep. 373 b 4-8, Fedro 248 e, Soph. 299 d 3-5, Timeo 19 d 5-6)

Así, la orientación de esta parte del vocabulario aparece modificada, el equilibrio entre los tres términos implicados en el acto de mimesthai, a saber: el modelo, el imitador, el espectador se ha roto a favor de los dos primeros, entre los cuales se fija, de aquí en adelante la relación de imitación.

En efecto, en el siglo V, mimos y mimesthai ponen menos el acento en la relación del imitador con lo que imita, que en la del imitador-simulador con el espectador que lo observa.

Al simular, al simular no se produce una obra que sea la copia conforme a un modelo, sino que se muestra una manera de ser que da el cambio a otro, de hacerse ver como tal o cual adoptando sus maneras. El acto de mimesthai, más que una representación, es una efectuación, una manifestación.

Al privilegiar la relación mimo-espectador, el vocabulario de mimesthai, en su empleo en el siglo V, opera entre dos polos: en primer lugar el de el engaño, a través del mimo el espectador percibe no lo que es tal como es sino ese otro en trance de remedar; en segundo lugar, el de la identificación, la mimesis implica que el simulador se hace, adoptando sus maneras, similar a ese otro que se propone mimar.

En Platón, fuera de los casos en que mimesthai es empleado con sus valores corrientes, el acento está puesto decididamente, por el contrario, sobre la relación de la imagen y la cosa de la cual ella es imagen, sobre la relación de semejanza que los une y, sin embargo, los distingue.

Esta formulación explícita del nexo de “semejanza” que debe realizar toda especie de imitación hace surgir en primer plano el problema de lo que son, en sí mismos, y en la relación de una con el otro, la copia y el modelo. La cuestión que se plantea ahora abiertamente es la de la naturaleza del “semejar”, la de la esencia de la “semejanza”.

En esta perspectiva, la mimética de los artistas fabricantes de imágenes se emparenta con otros fenómenos análogos, producidos no ya por una operación humana, sino por un arte divino, como son, en la naturaleza, los reflejos en el agua, las figuras en los espejos, las sobras y las visiones que aparecen en los sueños (Rep. 510 a, 516 a 4-6; Soph. 239 b 5-7, 266 b 9-14). Estos eidola mantienen con los objetos reales, la mismas relaciones de semejanza y de irrealidad que las creaciones del arte humano. La obra del pintor es, así, comparable a ese universo de reflejos que hace surgir, sobre la mano que lo sostiene, un espejo girado en todas direcciones: “ Si quieres tomar un espejo y presentarlo en todas partes, en menos de nada, harás el sol y los astros del cielo, en menos de nada la tierra, en menos de nada a ti mismo y los otros animales y los muebles y las plantas y todos los objetos de los que hablamos siempre – Sí, dijo él, los objetos aparentes (phainomena), pero sin ninguna realidad verdadera […] – Y de cierta manera el pintor también hace un lecho, no es así? – Sí, dijo, un lecho aparente (phainomenen) también” (Rep. 596 d-e).

LA IMAGEN COMO SEMEJANZA

Así se encuentra nítidamente delimitado un campo de la imaginería que engloba, al lado de otras, todas las producciones “representativas” que constituyen lo que llamamos hoy en día productos del arte y que al mismo tiempo confieren a la imagen en cuanto tal, a través de su definición, un estatuto ontológico propio: fruto de una imitación, la imagen consiste en una pura “semejanza”; no tiene otra realidad que esta similitud por relación con aquello que ella no es, a esa cosa otra y real de la que es réplica ilusoria, a la vez el doble y el fantasma.

Hay que citar aquí, en el Sofista, esa parte del dialogo que concierne a la definición misma de la imagen:

“Teet. ¿Qué podríamos decir que es una imagen, Extranjero, sino algo que ha sido elaborado como semejante a lo verdadero y que es otra cosa por el estilo? (un segundo objeto parecido heteron toiouton)

Extr. ¿Dices que esa otra cosa por el estilo es verdadera o cómo llamas a esa otra cosa?

Teet. No es en absoluto verdadera, sino parecida

Extr. ¿Dices acaso que lo verdadero es lo que existe realmente?

Teet. Así es

Extr. ¿Y qué? Lo que no es verdadero ¿no es acaso lo contrario de lo verdadero?

Teet. ¿Cómo no?

Extr. Dices entonces que lo que se parece es algo que no es, si afirmas que no es verdadero. Pero existe.

Teet. ¿Cómo?

Extr. No de un modo verdadero.

Teet. No, por cierto, si bien es realmente una imagen.” 240 ab

DE LA APARICIÓN A LA APARIENCIA

Este texto es importante; marca con nitidez el terreno sobre el cual se establece Platón cuando aborda los problemas de la imagen: terreno estrecho que sigue como una línea de cima entre sus dos vertientes; de un lado la vertiente de la imagen arcaica, tal como lo atestiguan en los empleos de eidolon en Homero, se conforman con una concepción de la imagen que los griegos ya han dejado atrás; de otra parte la vertiente que desemboca en una exploración sicológica de la imagen en la que los griegos no se hallan comprometidos.

El eidolon es definido por Platón como “un segundo objeto parecido”, la réplica o duplicación del primero, su gemelo en cierta forma. Desde este punto de vista la imagen releva de la categoría de lo Mismo; por su similitud ella es la misma que su modelo; tiene un límite si la semejanza se torna identidad, no estaría más, frente al verdadero Crátilo, su imagen-retrato, sino dos Crátilos en lugar de uno. (Crat. 432 c 4-6)

Haría falta, para que así fuera, que la imagen no se contentase con reproducir la forma y el color sin sus entrañas, su voz, su vida, su alma y su pensamiento. Tal es, precisamente, el caso del eidolon arcaico en las tres formas en que se presenta: imagen del sueño (onar), aparición suscitada por un dios (phasma), fantasma de un difunto (psyche).

El eidolon de Anticlea, la madre de Ulises, y el de Patroclo, el amigo de Aquiles, no son solamente “del todo semejantes”, “prodigiosamente parecidos” a estos dos seres; por sus voces, sus propósitos, sus gestos, sus pensamientos, ellos encarnan su presencia efectiva, erguidos delante de uno y otro héroe que se dirigen a ellos, dialogan con ellos de corazón, como con su madre y su amigo reales. Sin embargo, al sentir deseo de estrecharlos contra su pecho, no abrazan más que el vacío.

En el eidolon, la presencia real se manifiesta al mismo tiempo como una irremediable ausencia. Es esta inclusión de un “estar en otra parte”en el seno mismo del “estar aquí” que constituye al  eidolon arcaico menos como una imagen en el sentido en que lo entendemos hoy en día que como un doble que hace, no una representación dentro del fuero interno del sujeto sino una aparición real inserta efectivamente aquí abajo, en este mismo mundo en que vivimos y vemos, un ser que bajo la forma momentánea de lo mismo se revela fundamentalmente otro porque aparece en el otro mundo.

Para el pensamiento arcaico, la dialéctica de la presencia y la ausencia, de lo mismo y lo otro, se juega en la dimensión del más allá que comporta, en tanto que doble, el edidolon, en ese prodigio de un invisible que por un instante se hace ver.

Esta dialéctica se retoma en Platón; pero transportada al vocabulario filosófico no solo habrá cambiado de registro y tomado una significación nueva. Ella está, de alguna forma invertida. Como “segundo objeto parecido”, la imagen al definirse en ciertos sentidos como mismo, se releva del Otro. Ella no se confunde con el modelo puesto que, denunciada como no verdadera, no real, no lleva más, como en el caso del eidolon arcaico, la marca de la ausencia, del otra parte, de lo invisible, sino el estigma de un no ser realmente irreal (ouk on ouk ontos estin ontos) (Soph. 240 b 11)

El juego de lo Mismo y lo Otro, en lugar de traducirla irrupción de lo sobrenatural en el mundo humano, de lo invisible dentro de lo visible, viene a circunscribir, entre el ser y el no-ser, entre lo verdadero y lo falso, el espacio de lo ficticio y lo ilusorio. La “aparición”, con los valores religiosos de que se encuentra investida, cede su lugar a un “parecer”, a una apariencia, a un puro “visible” donde no procede hacer el análisis psicológico sino determinar el estatuto, desde el punto de vista de su realidad, de definir la esencia desde una perspectiva ontológica.

EL PARECER

Como ser de semejanza, la imagen es del orden del parecer, del phainein: ella se “hace ver”, como apariencia de aquello que (ella) no es. En tanto que semejante, ella es también falso-semblante. De la cosa que imita la imagen no manifiesta más que su aspecto exterior, la forma concreta, lo que perciben los diversos sentidos desde tal o cual ángulo.

Contrariamente a lo que se ha sostenido algunas veces, la distinción que opera el Sofista, entre dos formas de mimética o de fabricación de imágenes (eidolopoiiké), la primera produce copias-iconos (eikones), semejando a sus modelos donde ellas reproducen las proporciones reales, la segunda produce, por el contrario, simulacros-fantasmas (phantasmata) sacrificando las proporciones exactas para sustituir, en sus figuras, aquellas que producirían la ilusión ante los ojos de los espectadores (Soph. 235 e 6 – 236 c 6). Esta distinción no vuelve a poner en cuestión la afirmación general que la República formula sin la menor ambigüedad:

“¿Cuál es la meta que se propone la pintura relativamente a cada objeto? Es representar lo que es tal como es, o lo que parece tal como parece (to phainomenon, hos phainetai); ¿Es la imitación de la apariencia o de la realidad? – De la apariencia, dijo. – El arte de imitar (he mimetike) se encuentra a distancia de lo verdadero, si puede hacerlo todo es porque no toca mas que una pequeña parte de cada cosa y la parte que no es más que una imagen (eidolon)” (Rep. 598 b-c, cf. 601 b 12)

El lecho del pintor, sea copia fiel (eikon) “tomando prestado del modelo sus relaciones exactas de longitud, tamaño y profundidad, y revistiendo en otro cada parte de los colores que le conviene” (Soph. 235 d 8-e 2), sea simulacro (phantasma) que busca producir un efecto de engaño del ojo, es siempre igualmente imitación del lecho visible producido por el artesano, no de la idea o esencia de lecho (eidos).

La oposición que establece Platón en el Sofista 235 d-c, entre las dos especies de eidola, no tendría repercusiones fundamentales: ella no le impide proponer, un poco más adelante en el mismo diálogo, en 240 a-b, la definición negativa del eidolon que ya hemos visto. En 246 c-d, eikon, eidolon, phantasma se encuentran de nuevo asociados los unos a los otros como aspectos del no-ser y de la falsedad. En fin, en 266 c, es el arte del pintor en general, sin distinción, la que es presentada como productora de un sueño para los ojos abiertos.

G. Sörbom tiene razón al referirse, a propósito, a que en el Crátilo Sócrates opone la miméis de la pintura que, por medio de colores que la naturaleza pone a su disposición, imita aquello que en las cosas naturales, es ya color (434 a), a otra mimesis, la que será exigida legítimamente de los nombres, y que tendría por objeto , ya no las propiedades sensibles de las cosas, sino su esencia, su ousia (423 d-e y 431 d 2). No sería menos decir que la pintura, en cuanto tal, no puede apuntar a la esencia. Todo el pasaje está destinado a hacer comprender que la relación de la palabra –y, más generalmente, del discurso – con las cosas nombradas no puede ser del mismo orden que la relación de semejanza entre la imagen y su modelo. Se notará en lo demás que las expresiones del Crátilo, 431 c 5-8, para caracterizar una imitación pictórica que no puede referirse a la esencia , son exactamente paralelas a las del Sofista 235 d-e, en el testo que se invoca a favor de la posibilidad de una mimética de las Formas: el Crátilo habla de colores y de formas que convienen (prosekonta), el Sofista habla de proporciones y colores que convienen (prosekonta) (la misma expresión en Leg. 668 e 2). No hay, entonces, contradicción entre la distinción que opera el Sofista concerniente a las dos formas de eidola y la conclusión de valor general de la República: “La pintura y la mimética en su conjunto –holos he mimetike – completan su obra lejos de la verdad” (597 d 10) formula que responde a la exigencia de una definición general de la mimética enunciada al comienzo del libro X: “¿Podrías decirme qué es la imitación en general? –mimesis holos… ho ti pot’ estin” (595 c 7)

DEMIURGIA E IMITACIÓN

La posición de Platón es entonces, perfectamente nítida, dunda la oposición entre la actividad demiúrgica de una parte y la actividad mimética de la otra. El carpintero es realmente un “demiurgo” del lecho, en la medida en que él mismo no conoce la esencia del lecho y no posee más que una recta opinión, él produce, bajo el consejo del usuario a quien pertenece ese saber, un lecho real que responde a la finalidad propia de ese género de objeto. Por el contrario, el pintor no es obrero ni productor (demiourgos, poietes) de lecho alguno (Rep. 597 d 10). Ya realice copia o simulacro, sigue siendo en ambos casos un imitador (mimetes) de aquello que los artesanos son productores (597 e). Aquello que imita no es la esencia del lecho como lo hace el artesano cuando produce un lecho particular, lecho similar al Modelo único, en cuanto uno se puede acostar en él, sin el ser, sin embargo (596 b 6). Alejada de lo real en tres grados, la mimesis del pintor se refiere a las obras múltiples y diversas de los artesanos, para representarlas no tal como son, dentro de su finalidad funcional, es decir dentro de los servicios que deben prestar al usuario, sino en cuanto ellas aparecen, en su aspecto exterior visible (597 e 2 – 5989 a 3). Como expresión de los diversos modos de aparecer, la imagen se encuentra completamente del lado de los “fenómenos”, del mundo de lo sensible con sus inconstancias, su relatividad, sus contradicciones. De la phantasia, de la eikasia, Platón dirá que son como una forma adormecida del pensamiento, un soñar despierto. “¿No afirmamos acaso que el arte del albañil crea la casa real, y la del pintor otra casa, cierto tipo de sueño (onar) presentado por la mano del hombre ante los ojos despiertos?” (Soph. 266 c 8-9; Rep. 476 c 6-8; 534 c 5-7).

Relevado por Aristóteles, para quien toda techne humana, y no solamente la creación artística, es una “imitación de la naturaleza” (mimesis tes physeos), la concepción platónica de la mimesis, más o menos reinterpretada, ejercerá, a partir del Renacimiento, la influencia que conocemos sobre el desarrollo y las orientaciones del arte occidental, De otra parte, la oposición que Platón establece de manera tan tajante ente el intelecto, que opera en la dianoia, y la phantasía, inmersa en el flujo sensible, parece prolongarse en ciertas teorías psicológicas modernas que vuelven a ligar la imagen a la sensación y que han suscitado investigaciones, como aquella que realiza la escuela de Würtzburg, sobre la existencia de un pensamiento sin imagen, de un pensamiento “puro”.

Pero estas continuidades no deben producir ilusión. La problemática de la imagen en Platón pertenece a un contexto cultural bien diferente del nuestro y sus análisis se sitúan sobre un plano completamente distinto de aquel del estudio psicológico de las imágenes mentales. Los diversos géneros de mimemata que Platón denomina  eidola, eikones, phantasmata no son aprendidos en la dimensión de los hechos de conciencia; son vistos como productos objetivos de ciertos tipos de arte.

LAS IMÁGENES HABLADAS

Así, las artes “imitativas”, por oposición a las artes demiúrgicas que producen realidades, no se limitan de ninguna manera aquellas que, como la pintura o la escultura, aplicándose a una materia para darle forma de imagen a los ojos de los espectadores. Toda la sofística entra, con el mismo título que la pintura, en la eidolopoiike, en la mimetike (Soph. 235 a, 235 b-c, 236 c, 239 c-d, 241 b 6, 264 c-e, 265 a, 267e, 268 c-d).

El sofista es un  mimetes, como el pintor, o más precisamente un mimetes con las palabras, como el poeta. Su discurso no formula lo real más que el pintor dibuja un verdadero lecho o que el autor trágico vive realmente la acción dramática mimada sobre la escena; el sofista produce también imitaciones de la realidad, semejanzas ilusorias, “eidola legomena” imágenes habladas. Como lo dice el Extranjero del Sofista “la palabra comporta también una técnica con la ayuda de la cual se podrá presentar todas las cosas, a los jóvenes separados por una gran distancia de la verdad, vertiéndoles por las orejas palabras embrujadoras, imágenes habladas, y darles así la ilusión de que lo que escuchan es verdadero y que aquel que habla sabe todo mejor que nadie” (Soph. 234 c-d, 324 e 1-2).

Que la palabra del poeta, en su relación con aquello que enuncia sea, así, análoga a la figuración del pintor en su relación con el modelo representado, es decir un artificio que produce una “imagen semejante”, es lo que en el siglo VI Simónides había afirmado ya: “La palabra es la imagen (eikon) de las acciones” Plutarco aporta al respecto la siguiente precisión “Simónides llama a la pintura poesía silenciosa y a la poesía una pintura que habla (zographian lalousan), pues las acciones que el pintor muestra en trance de producirse, las palabras nos las relatan y las describen una vez producidas” (Simónides, Fr 190 b Bergk, Plutarco, de glor, Athen.  346 f)

Pero para Simónides no se trata solamente, por esta asimilación, de subrayar el carácter artificial y sabio del trabajo de combinación que el poeta opera con sus palabras sino de dar al producto de su canto poético el mismo valor de permanencia y monumentalidad, la misma “realidad” que a las obras del escultor y del pintor. Para Platón se trata, por el contrario, de relegar la técnica de la palabra del poeta al inconstante ilusionismo de la imagen plástica.

Ilusionista de la palabra, imaginero de palabras, el sofista se puede permitir, sin conocer nada realmente, disertar sobre todo, de la misma manera que le pintor puede figurarlo todo por el dibujo y el color, el poeta cantarlo todo en sus versos – guerra, tempestad, reyes, combatientes, navegantes o cordoneros. No trata jamás, cualquiera que sea el tema representado a los ojos o a los oídos, mas que de puras semejanzas: un juego de ilusiones fantomáticas.

Entre la pretensión a una competencia universal, la producción de falsos-semejantes y de fantasmagorías, el valor de simple divertimento, de juego gratuito, desnudo de toda seriedad, tiene para Platón una completa solidaridad. “El hombre que se pretende capaz por un arte único, de producir todo, sabemos que no fabricará más que imitaciones… hábil en su técnica de pintor podrá exhibir de lejos sus dibujos a los más inocentes y jóvenes, dándoles la ilusión de que todo aquello que el quiera hacer, es perfectamente igual a crear la realidad” (Soph. 234 b 5-10).

Si entonces cada uno pretende conocer a un hombre entendido en el conjunto de las artes y más competente en todo arte que cada uno de los especialistas “ debe respondérsele que es un ingenuo y que ha caído, sin duda, en manos de un charlatán (goetés) y un imitador (mimetes) que le ha engañado y que, si lo ha tomado por un sabio universal, es que no es capaz de distinguir entre la ciencia, la ignorancia y la imitación (mimesis)” (Rep. 598 d 2-6)

Los poetas como Homero bien pueden pasar por sabios en todos los dominios, siendo puros imitadores “no crean mas que phantasmata, no cosas reales” (599 a 2-3). Hay que evitar entonces, tomar toda esta imaginería en serio y de confiar en aquellos que la producen: “Cuando se afirme que se lo sabe todo y se lo enseñará todo…, ¿no habrá que pensar que es por algo más que por juego (paidia)? –Absolutamente. Acaso, conoces tú una forma de juego más graciosa que la mimética?” (Soph. 234 a-b). Consideradas en sí mismas, más allá de todo criterio de verdad o moralidad, “todas las imitaciones que producen la pintura y la música no tienen otro objeto que nuestro placer y es justo que se las reúna bajo un solo nombre: el de divertimentos (paignion) (Pol. 288c)

LA PHANTASIA

Si los discursos, los razonamientos, la erística de los sofistas constituyen para Platón eidola, imágenes que en su parecer se dan al escucha a cambio de realidades auténticas, no nos sorprenderá que el término phantasia, derivado de phainein (parecer), no designa en este autor, la imaginación como facultad, potencia de construir o de manipular imágenes mentales, ni tampoco las visiones de las que hablaba Quintiliano. La  phantasia es el estado del pensamiento en que se da un asentimiento espontáneo a la apariencia que proviene de las cosas, a la forma en que ellas se hacen ver, como por ejemplo cuando opinamos, sin espíritu crítico, al observar un pedazo de madera en el agua que nos aparece doblado. “Los mismos objetos parecen doblados o derechos según se los mire dentro del agua o fuera de ella, cóncavos o convexos siguiendo una determinada ilusión visual producida por los colores… es a esta disposición (pathema) de nuestra naturaleza a la que la pintura sobreada (skigraphia), el arte del charlatán (thaumatopoia), y todas las otras invenciones del mismo género se dirigen y aplican los prestigios de la magia (goeteia)” (Rep. 602 c 10- d5).

De esta disposición o afección de nuestra naturaleza, provienen a la vez las ilusiones de los sentidos y el ilusionismo de la imagen sobre la cual se apoya toda especie de imitador para engatusar al espectardor y hacerle tomar sus gatos por liebres. Contigua a la sensación y a la opinión, de las que no se distingue claramente, la phantasia se define por su inclusión en el “parecer, semejar sin ser realmente, to phainesthai touto kai to dokein, einain de me” (soph. 236e)

Algunos textos subrayan estas afinidades. Cuando la opinión, (doxa) se presenta “por intermedio de la sensación, una tal afección (pathos) puede denominarse correctamente con otro nombre que phantasia?”; “esta afección que designamos con el nombre phainetai (me parece), mezclada con sensación y oponión…” (soph. 264 a 4-6, 264 b) “El aparecer (to phainetai), es el ser sentido? En efecto- Phantasia y  aisthesis (sensación) son entonces idénticas…”(Teet. 152b). Un hombre que percibe de lejos los objetos sin verlos nítidamente, se planteará la pregunta “¿Qué puede ser aquello que me parece (phantazomenon) tras la roca, delante o bajo un árbol? No se lo preguntará cada uno de aquellos ante los que se ofrecen eventualmente tales apariencias (phantasthenta)” (Filebo 38 c-d).

LA MIMÉTICA EN LA TRADICIÓN ORAL

La interpretación platónica de la imagen y la teoría de la mimesis a la cual está asociada marcan un hito en lo que podemos denominar la elaboración de la categoría de la imagen en el pensamiento occidental. Pero, para ser exactamente comprendidas, estas deben situarse dentro de su contexto, ponerse dentro de esta historia de la cultura griega arcaica de la cual es al mismo tiempo “un heredero y un liquidador”. Dentro de esta cultura, de la cual recientes estudios han mostrado que conservó hasta el siglo V su carácter fundamentalmente oral, la imagen no ocupa el mismo lugar, ni asume el mismo papel, no reviste las mismas formas ni las mismas significaciones que en nuestra civilización hoy en día. Ella se ha dibujado, ha funcionado, de otro modo, tanto al nivel de la experiencia íntima de cada uno como dentro del proceso general de comunicación dentro del grupo y dentro de las operaciones del pensamiento.

Cuando consuma la ruptura con el sistema de la paideia griega tradicional en la que el conjunto de los conocimientos (la enciclopedia del saber colectivo, como la ha llamado Havelock) era transmitido oralmente de generación en generación en generación a través de la recitación y de la audición de cantos poéticos, de estilo formulario, escandidas musicalmente, acompañadas a veces por danzas, es todo un modo de adquisición de conocimiento que Platón rechaza en tanto que reposa sobre un efecto “mimético” de comunicación afectiva –el autor, el ejecutante: recitador o actor, la audiencia se identifica de alguna manera con las acciones, con las maneras de ser, con los caracteres representados en el relato o en las escena. Sobre este plano, Platón, al modificar del todo, como lo hemos dicho, la orientación semántica de mimesthai, permanece fiel a la concepción de mimesis atestiguada en el siglo V y que encuentra en un pasaje de las Tesmoforias de Aristófanes su expresión más sorprendente. Es Agatón, el poeta trágico, quien toma la palabra:

“Es menester que el poeta, de manera conforme a los dramas que debe hacer,    las formas de ser (tous tropous)de acuerdo con tales dramas. Así, si compone dramas femeninos (gynaikeia), debe participar en su persona (soma) de tales formas de ser […] Si compone dramas viriles (andreia) esta cualidad fundamental debe estar presente en su persona (en to somati). Las cualidades que no poseemos, es la mimesis la que nos las procura” (149-156).

Dado que se componen acciones dramáticas de manera conforme a su naturaleza (v.167) el poeta debe adoptar el mismo las formas de ser (tropoi), el carácter (ethos) de los personajes que participan en tales acciones. Debe “mimarlas” para representarlas en sus versos. De lo cual se derivan dos consecuencias:

En primer lugar, Platón no establece ninguna diferencia entre la práctica de composición literaria del poeta y la práctica del actor que ejecuta las composiciones en la escena: en ambos casos se trata de una misma mimesis.

En segundo lugar, el mejor poeta, (es decir para Platón el peor) es aquel que tiene el don de representar todos los caracteres, en su variedad, aparece como un monstruo susceptible de adoptar todas las formas, un mago, un metamorfoseante, un Proteo.

De allí se acusan las afinidades de la poesía, como mimética, con el mundo polimorfo y variado del devenir y con aquella parte inferior del alma, siempre inestable y cambiante, que es en nosotros la fuente de los deseos y las pasiones.

La asimilación del poeta y del actor con los caracteres y con las acciones que estos figuran por imitación, se prolonga en un efecto mimético en el alma de los espectadores. En este punto, una vez más, Platón permanece fiel a una tradición muy antigua, enraizada y de la que encontramos el eco en Jenofonte dando a entender que la impresión producida por una imagen pintada o esculpida depende de lo que ella figura –nobleza o servidumbre, dignidad o bajeza, prudencia o desmesura, coraje o cobardía – no de la manera en que la figura (Recuerdos, III, 10, 5). Para Jenofonte, el efecto que provoca la imagen sobre el espectador parece responder a la cualidad moral, mayor o menor, del modelo, que al mayor o menor virtuosismo del artista.

En una perspectiva análoga, la imitación poética según Platón, establece entre los personajes representados y el auditorio una complicidad tan íntima que se hace entrar en el alma de los segundos, los sentimientos figurados por los primeros; de esta manera, habiendo “alimentado y fortificado” nuestras pasiones en el espectáculo de las desgracias pintadas por otro, nos volvemos incapaces de controlarnos a nosotros mismos (Rep 606 b 6-8). Toda educación se enfrenta, entonces, al problema de las artes miméticas y de sus efectos sobre el espectador. La imagen no es la realidad, efectivamente, pero hay que temer sin embargo que “de la mimesis no se derive el ser (ek tou mimeseos tou einai)”. En efecto, “las imitaciones, comenzadas desde el infancia y prolongadas durante la vida, se convierten en carácter y en naturaleza, para el cuerpo, la voz y el pensamiento”(Rep. 395c 8-d 3)

Sin interpretar uno mismo los fantasmas, los sufrirá al verlos mimados por otro para devenir a su turno.

A través de la crítica del mimetismo y sus efectos, es el contenido de la enseñanza transmitida de esta manera y por esta vía, que se encuentra radicalmente descalificada a los ojos del filósofo por su asimilación a esas otras formas fantomáticas de eidola que son falsos-semejantes, los engaño del ojo producidos por los escultores y los pintores (Rep. 605 a 7- b 1)

Para Platón, los modos de expresión tradicionalmente utilizados en la comunicación oral y en la organización rítmica, el aspecto formulario y musical que deben responder a las exigencias de la memorización, tienen en común ciertos trazos que los llevan a no traducir en las cosas, los seres y las acciones más que la superficie, el exterior, lo pasajero, lo particular, lo circunstancial. Por su textura narrativa, su articulación en episodios sucesivos, su estructura sintáctica que expresa acontecimientos localizados y no verdades generales, sus procedimientos de personalización y visualización directa de hechos relatados, su lenguaje imaginario, dramático, concreto y emotivo –las diversas formas de mensaje oral como el relato poético (sobre todo de estilo directo, cuando el poeta entra de alguna forma en el pellejo de cada uno de sus personajes) el dialogo trágico, el discurso aparatoso del orador, la erística de los sofistas tienen igualmente la capacidad de fascinar al auditorio, de hechizar y de encantar (thelgein) por la magia del verbo a tal punto que, por su participación casi física en los modelos rítmicos, verbales, vocales e instrumentales que imprimen la comunicación, el público tiene la ilusión de que él mismo vive lo que se relata; embebido en el sufrimiento, el llanto y la piedad, como transportado por la narración, incluido en el desenvolvimiento oral del discurso. Pero estos sortilegios del arte, esta goeteia, para emplear un término que Platón aplica a la pintura, a la poesía y a la sofística después de que Gorgias lo haya utilizado para glorificar la potencia de la retórica (Elogio de Helena) no pudiendo pone ante los espectadores más que un simple decorado, una fachada de imágenes ilusorias, tan inconstantes, múltiples y fugaces que el flujo del devenir sensible y de las emociones pasajeras en el círculo de las cuales este tipo de discurso se halla encerrado.

IMITACIÓN Y DEVENIR SENSIBLE

Hecho para figurar, a través de una variedad colorida de palabras, seres y situaciones en su forma concreta, para representar las acciones tal como aparecen aquí y ahora, para expresar deseos y pasiones del alma por las formas por las que se hace manifiesto ante los ojos del otro –inscrito en el dominio de las cosas visibles (ta horata), de los acontecimientos en devenir (ta genomena), este tipo de mensaje no dispone ni de un vocabulario, ni de un instrumental conceptual, ni de una sintaxis que le permitan, como la demostración científica o el diálogo argumentado, formular una realidad auténtica, en su unidad y permanencia, decir el ser, no en tanto aparece para nosotros aquí y ahora sino en tanto que es siempre idéntico a sí mismo, en una palabra: enunciar lo verdadero, lo real, en lugar de forjar una semejanza un parecer en un centelleo variado de palabras y de ritmos, produciendo un efecto de fascinación, un vértigo del espíritu.

En este plano hay una entera homología entre los modos de expresión del pintor, con su variedad de colores, y los del poeta o del orador, con su variedad de ritmos y de palabras, y lo abigarrado y polimorfo del devenir sensible, de las apariencias siempre cambiantes. Es precisamente lo que se manifiesta ante los ojos y los oídos en las formas más variadas, revestido de aspectos sin cesar múltiples y contradictorios, lo que constituye el objeto de la mimética figurativa del pintor o representativa del poeta y del orador. El imitador en palabras que es el trágico “no temerá imitar seriamente […] imitará igual aquello de lo que hablamos siempre, el ruido de trueno, los vientos, […] toda su elocución no será mas que imitación de voces y de gestos” (Rep.397 a 3 – b2). Realmente se trata del “ruido y el furor” del mundo que viene a reflejarse en el espejo de la obra mimética del poeta conformándose a las exigencias de un género literario que ha menester de “todas las harmonías, de todos los ritmos para tener su expresión apropiada, puesto que comporta variaciones de todas clases” (Rep. 397 c 3-6) “Hábil en tomar todas las formas y en imitar todas las cosas” (Rep. 398 a 1-3), el poeta imitador que Platón expulsa de la ciudad después de haberle rendido homenaje como a un ser “sagrado, maravilloso y asombroso”, es exactamente el prototipo del hombre doble y múltiple (diplous, pollaplous) que está en las antípodas del ciudadano simple que debe formar la República (397e 1-2).

De hecho , la mimética, – del poeta y del pintor – tiene “comercio, relación y amistad” con cierta parte del alma que, a imagen del devenir, es ella misma inconstante, variada, abigarrada; ajena a la sabiduría y a la verdad, la práctica imitativa no puede atarse a ellas, ni espontáneamente inspirarlas. “vil, acoplada a aquello que en nosotros es vil, la mimética no engendra mas que villanía” en efecto “aquello que se presta a una imitación múltiple y variada es la parte irascible (aganakletikon) del alma; por el contrario, el carácter sabio y calmado, permaneciendo siempre igual a sí mismo, no es fácil de imitar […] Es evidente que el poeta imitador no está naturalmente llevado hacia este principio racional del alma, ni está inclinado por su por su arte a satisfacerlo, si desea ganar el favor de la muchedumbre , pues está hecho para el carácter apasionado y variado pues es fácil de imitar” (604e-605b).

Si el poeta en sus versos habla de los dioses, su mimética oral los representará con todas las pasiones, todas las falencias, todos los crímenes que son propios de cierta parte del alma humana a aquella a la que pertenece su arte. Además, el poeta figurará al ser divino, en sí mismo absolutamente simple e incapaz de cambiar, con el modelo de las apariencias sensibles, de este devenir al que está habituado a considerar; mostrará a la divinidad metamorfoseándose sin cesar, revistiendo formas diversas, modificando su aspectoen una multitud de figuras diferentes – donde, además, la revestirá de la imagen de lo que es él mismo como mimetes : hará de la divinidad un mago un engañador, un ilusionista fabricante de falsos-semejantes, de fantasmas sin realidad. Lejos de incitarnos a romper con las apariencias, de arrancarnos de las sombras y los reflejos, el arte del poeta, aunque llegue a evocar el ser simple y permanente, lo proyecta, y lo traduce en su lengua de imitación sobre el fondo múltiple y variado del parecer.

El conjunto de términos que se articulan unos con otros para dar a la imagen platónica su configuración subrayan de igual manera los deslizamientos que se operan en este filósofo entre la imagen stricto sensu y las apariencias sensibles en general, entre la visión imaginada y todas las formas de conocimiento que no han logrado separarse del universo del parecer. Fuera del  phainein,  de los phainomena, de los  phantasmata que aclaran y precisan el sentido de la  phantasia, el término  eikon , que en el siglo IV tiene un valor técnico y designa la imagen representativa en su materialidad (por ejemplo una estatua), es asociado en Platón a eikasia. La  eikasia ocupa en la jerarquía de las formas de conocimiento que distingue la Republica por la comparación con una línea dividida en cuatro segmentos, el último nivel de la escala. Ella es menos un saber que una conjetura, con todo lo que este término comporta de riesgoso. Sin poder aprender el objeto mismo, ni conocerlo de una forma directa (eidenai), la eikasia debe apoyarse sobre todo aquello que parezca susceptible de tener con el objeto alguna semejanza a fin de imaginarlo mejor. Así entendida, en un sentido amplio, la imagen se integra en el dominio de la doxa, en el de lo que se opone a la episteme. La imagen aparece instalada en el corazón mismo de la doxa la cual se manifiestan sus límites y su campo de acción . De la doxa decimos que es, contrariamente a la ciencia, una simple “opinión” , incierta y flotante sobre los objetos a los que se refiere. Pero la relación de la doxa con el universo de la imagen es, por el contrario, intima y directa. Doxa proviene de dokein que significa semejar, parecer. El campo de la doxa es el del parecer, de estas semejanzas de las que la imagen es expresión privilegiada.

LA DEVALUACIÓN DE LA IMAGEN

Al hacer bascular del lado de la imagen el dominio entero de lo sensible presentado como un juego de sombras y de reflejos que desaniman toda empresa de saber verdadero, Platón es conducido a torcer el vocabulario tradicional de la imaginería, a rechazar las funciones que el pensamiento arcaico reconocía a la imagen como procedimiento de conocimiento, vía de acceso al ser a partir de sus manifestaciones visibles. En los textos de los siglos VI y V ni eikazein ni eikasia ni dokein ni doxa ni phainein ni phainomena han tomado su valor esencialmente negativo que le es atribuido en un sistema filosófico en el que Platón en el mismo movimiento funda la primera teoría general de la imagen y separa a la imagen, simultáneamente de lo real y del saber.

Es André Rivier quien, en dos estudios convergentes(Un emploi archaique de l’analogie chez Héraclite et Thucydide, 1952 y Remarques sur les fragments 34 et 35 de Jenófanes, 1956) se ha puesto en guardia contra una interpretación anacrónica, en cuanto peyorativa, del conjunto de términos agrupados de una parte en torno a eisko, eikizo, eoika, eikos, eikon, y por otra parte los que se agrupan en torno a dokeo, dokos, doxa. Él ha mostrado que este vocabulario en sus empleos antiguos tanto en filósofos como Heráclito y Jenófanes como historiadores como Herodoto y Tucídides, permanece ajeno a aquello que  Rivier llama “la problemática del ser y el parecer”, problemática que, central en el siglo IV, solo emerge lentamente a la conciencia filosófica del siglo V bajo el impulso de la escuela eléata. Este vocabulario se refiere a las formas mediatas de conocimiento, en efecto,  que se oponen a la captura directa del objeto, como lo hace la vista cuando se aplica a lo que tiene bajo los ojos, pero que no se hallan desprovistas de valor positivo. Lejos de ser descalificadas como ilusión, error, falsa apariencia, conjetura gratuita, la eikasía el dokos o la doxa, designan actos intelectuales válidos, utilizando las semejanzas, las comparaciones las analogías en el caso de la eikasia, los indicios así como las y las verosimilitudes razonablemente fundadas, en el caso de dokos y doxa , para atender a los objetos que no son evidentes sino que permanecen ocultos e invisibles, sea en el pasado o en el futuro, sea en el espesor o en el segundo plano de las cosas. En el fondo, siempre es menester un mismo tipo de modo de andar, legitimo si se lo sigue correctamente, permitiendo asir con una probabilidad suficiente los adela a través de los phainomena – adela y phainomena no constituyen dos dominios  exclusivos, definidos por su oposición sino dos formas o dos niveles de realidad que se interpenetran en el seno de un mismo universo, que coexisten los unos al lado de los otros “ que se componen y se unen en el seno de la physis”. En este contexto, los  phainomena no habrán de ser desvalorizados. Ellos no constituyen el mundo de las apariencias, de los falsos semejantes, son “las cosas mismas de las que hay que ocuparse”, la materia de la historia, lo dado sobre lo cual se conduce la investigación intelectual que puede utilizarlos como indicios. Es este estatuto de los phainomena que aparece de nuevo en la formula de Demócrito que suscribe Anaxágoras: opsis ton adelon ta phainomena, los fenómenos son la visión, el aspecto visible de cosas que no se muestran a la vista.

EL SER Y EL PARECER

No permaneceríamos dentro de los límites de este estudio si emprendiéramos el análisis de este modo de pensamiento arcaico –al cual no sabemos si llamar fenomenal o pre-fenomenal – volviendo a trazar la historia y precisando el lugar que se reserva a la imagen, las funciones que asume. Solo queríamos subrayar la amplitud del deslizamiento que de un polo positivo a un polo negativo se ha operado entre el siglo VI y el siglo IV en el vocabulario de la imagen, de la semejanza, del parecer, y que encuentra su delimitación en la primera teoría de la imagen elaborada por Platón.

Al oponer nítidamente el parecer al ser, al separar el uno del otro, en lugar de asociarlos en equilibrios diversos, como lo habían hecho antes que él, es cuando Platón confiere a la imagen su forma de existencia propia, que la dota de un estatuto fenoménico particular. Definida como semejanza, la imagen posee un carácter distintivo, tanto más marcado cuanto que la apariencia no es considerada de aquí en adelante como un aspecto, un modo, un nivel dela realidad, una clase de dimensión de lo real , sin como una categoría específica puesta frente al ser en una relación ambigua de falsa-semejanza. Esta especificidad implica, en contrapartida la expulsión de la imagen fuera del dominio de lo auténticamente real, su relegación al campo de lo ilusorio y lo ficticio, su descalificación desde el punto de vista del conocimiento.

En este siglo IV ateniense, a través de la obra de Platón, la imagen se presenta como una semejanza exterior en la medida en que se diseña un mundo de la pura apariencia que ha cortado sus nexos con el del ser y encuentra en esta exclusión de lo real el fundamento de un estatuto paradójico, intermedio entre el ser y el no ser: asimilada a la semejanza, al parecer, la imagen no es una pura nada, sin ser por tanto cualquier cosa. Esta promoción equívoca del parecer inaugura de cierta manera la carrera psicológica de la imagen: ¿el análisis del parecer no debe hacer referencia a un sujeto a cuyos ojos se hace ver la apariencia? ¿puede la imagen funcionar como imitación de la apariencia si no hay un espectador para observarla? Así parece despejarse la vía que conducirá a dotar a la imagen de un estatuto de existencia puramente interior, a ser un modo de la subjetividad, sin tener otro ser que aquel que le confiere la conciencia individual de cada uno.

Sin embargo no es esta la vía que Platón emprende cuando se pone en busca de lo que es la imagen. De entrada, en el momento de las breves réplicas que preludian la definición general de eidolon, el descarta como una trayecto por el cual sería imposible, si se perdiera, de buscar al sofista, de convencerlo de que no puede hacer mas que falsos-semejantes. A quien lo acusa de no ser mas que un productor de imágenes, el sofista pregunta qué es lo que se llama imagen. Y no es suficiente, como lo cree ingenuamente Teeteto, mostrar reflejos en los espejos, efigies pintadas o esculpidas. El sofista se reirá de tales ejemplos,

Hay que vencerlo en su propio terreno, cercarlo en sus desviaciones y sus fintas, dando de la imagen una definición válida para los ciegos, independiente del hecho de la visión y del sujeto que ve. La apuesta es decisiva para Platón. La cuestión está en saber si pude ofrecer una definición de la imagen que no esté ella misma al nivel de la imagen, fundada solamente sobre el testimonio de los sentidos. Si se reduce la imagen a la apariencia que se pone ante los ojos del espectador en cuando la mira, se enfrentará a dos especies de sofistas que, por argumentos contrarios, se burlarán igualmente de ti: los primeros pretenderán que la imagen así definida no tiene para ellos mas ser que                                                                los segundos profesarán que no existe otro ser que la imagen, ellos afirmarán que lo que le parece a cada uno es lo que para él es lo real, lo único verdadero. El problema consiste en o bien      sacar del juego a la vista y al vidente, enunciar qué es la imagen, no dentro de lo que parece sino dentro de lo que es, decir no el parecer de la apariencia sino la esencia del parecer, el ser de la semejanza, de descartar, por ende, la sicología de la imagen para designar el lugar que la semejanza ocupa en la jerarquía de los diversos tipos de realidad de los que consta el universo.

Solo con esta condición la imagen deja de oscilar entre el ser y el no ser y se identifica tanto con el uno como con el otro. Se fija en medio de ellos sin confundirse con ninguno, en una posición mediata que comparte con la doxa y que asegura la posibilidad de error, de juicio falso, de la atribución de ser a aquello que no es, de la confusión de la imagen con aquello de lo que es imagen. En otros términos, no serviría de nada definir la imagen como semejanza, apariencia, si esta definición no implicara al mismo tiempo una referencia explícita de una parte al ser en tanto que distinto del parecer, primero por relación a él, de otra parte al no ser como fundamento de una eventual confusión entre apariencia y realidad.

BUENA Y MALA IMITACIÓN

De allí se entreve la posibilidad de un cambio de perspectiva en el seno de la mimesis:

Si el ser es primero no se está fundado al tomar la imitación de ninguna manera por el otro extremo, del lado del modelo, y a verla desde el punto de vista, no de aquello que parece, sino de aquello a lo que se asemeja.

La imagen es bien del orden del parecer, pero precisamente no hay lugar para Platón de parecer sin ser, de imagen sin realidad, de imitación sin modelo a imitar.

Además de ser reconocida por lo que es: una simple semblanza, ¿no puede la imagen servir como trampolín para reenviar hacia el modelo? Ella puede , sin duda pero sin que se trate nunca de un movimiento espontáneo y como inmanente a la mimesis. Supone una ruptura, un cambio de plano, una verdadera conversión: el modelo es, en cuanto tal, otro que la imagen, de otra naturaleza; no comporta punto de “parecer” que pueda reproducirse por apariencias análogas; se levanta de un orden de conocimiento completamente diferente.

Pintores y músicos imitan lo mismo por medio de lo mismo; con colores, formas, sonidos y movimientos representan lo que en el objeto figurado, es también colores, formas, sonidos y movimientos.

Atándose en las cosas, en el parecer, se esfuerzan en restituir esta apariencia. Allí reside el peligro de la imitación, su engaño, su lado “otro”, en la búsqueda ciega de la similitud.

En cuanto ella va de lo mismo a lo mismo, la mimesis no puede más que enfrentar la brecha  entre la imagen y el modelo, lo ficticio y lo real.

Notas para invitar a leer un texto de Iris Murdoch

Estas notas, aún muy parciales, solamente buscan llamar la atención sobre este bello texto y sugerir su lectura. Descargar estas anotaciones en PDF Murdoch soberania del bien

Murdoch, Iris, “The sovereignity of good above all concepts”, en: Slote, Michael, Ethics of virtue, Oxford University Press, 1997, pp. 99-117, tomado de: Murdoch, Iris, The sovereignity of good, Ark, Londres, 1985, pp. 77-104

Sobre el uso de las metáforas en filosofía.

Fundamental forms of our awareness of our contidion

La filosofía, y en especial la filosofía moral, se ocupa de clarificar nuestras imágenes más importantes. La discusión filosófica consiste en tal juego de imágenes.

Para M. Es imposible discutir ciertos tipos de conceptos sin recurrir a las metáforas, los conceptos son profundamente metafóricos y es imposible analizarlos en componentes no-metafóricos sin una enorme pérdida de sustancia.

Las metáforas llevan siempre una carga moral. Es imposible una filosofía moral que no tome partido.

La filosofía moral

se ocupa de la mas importante de las actividades humanas, tal examen requiere dos condiciones:

– debe ser realista

  • dado que un sistema ético no puede evitar alabar un ideal, este debe ser un ideal valioso: la ética no tiene que ver con el análisis de la conducta mediocre sino debe ser una hipótesis sobre la buena conducta y cómo puede lograrse tal cosa. ¿Cómo podemos hacernos mejores a nosotros mismos? Es una pregunta que el filósofo moral debe intentar responder.
  • If I am right the answer will come in the form of explanarory and persuaive metaphors.

Asunciones sobre la vida humana:

Los seres humanos son egoístas y su vida carece de un sentido externo o telos.

Referencia al punto de vista religioso sobre la perfectibilidad de la vida (ayuda extra) (p. 103)

  1. sobre la pista de la belleza, referencia al Fedro (250) Platón (un rodeo por las letras más grandes para leer las pequeñas, la belleza como introducción al bien)

Beauty is the convenient and traditional name of something which art and nature share, and which gives a failry clear sense to the idea of quality of experience and change of consciousness

La belleza es algo espiritual que amamos por instinto.

Referencia al arte y a sus posibilidades de orientar la vida hacia la virtud.

Manifestación del “sin sentido” (pointlessness)

Diseños y formas

Humildad y aceptación de lo exterior

Las ciencias y las técnicas pueden ser un camino de perfección también, dice M. De Platón: implican humildad ante la objetividad que se impone. (aprender un idioma). Matemáticas para Platón: he was reading mathemathical thought as leading the mind away from the material world and enabling it to perceive a reality of a new kind, very unlike ardinary appearances. (p. 108)

Amor por la objetividad (108-109) AMOR, JUSTICIA Y CLARIDAD DE VISION.

Critica del papel de las ideas de poder y libertad en la filosofía moral.

El concepto del bien.

    • La imágenes del sol y del fuego en la Caverna de Platón.
    • El uso de metáforas y sus efectos
    • Poder de Unificación del concepto
    • Indefinibilidad

El sol es visto al final de una larga búsqueda que implica reorientación (los prisioneros tiene que volverse) y ascenso. Es real, está allí fuera, pero muy distante. Da la luz y la energía que nos hace capaces de conocer la verdad. En su luz vemos las cosas del mundo en sus verdaderas relaciones. Mirarlo directamente es sumamente difícil y no es como mirar a las cosas en su luz. Es una cosa distinta de las que ilumina. Nótese aquí la metáfora de “cosa”. Bien es un concepto sobre el cual, y no solo en el lenguaje filosófico, usamos naturalmente el vocabulario platónico, cuando hablamos de buscar el bien o de amar el bien. Podemos también hablar seriamente de las cosas ordinarias, de la gente, obras de arte, como siendo buenas, sin embargo estamos muy consientes de sus imperfecciones. El bien vive como si se hallase en los dos extremos de la barrera y podemos combinar la aspiración a la bondad completa con  una noción realista de logro / realización al interior de nuestras limitaciones. A pesar de todas nuestra fragilidad, el imperativo “sed perfectos” tiene sentido para nosotros. El concepto de bien se resiste a colapsar en la egoísta conciencia empírica. No es una mera etiqueta de la voluntad de elegir, y los usos funcional y causal de “bien” (un buen cuchillo, un buen compañero) no son, como algunos filósofos han deseado argüir, pistas hacia la estructura del concepto. El uso propio y serio del término nos refiere a una perfección que tal vez nunca es ejemplificada en el mundo que conocemos (“no hay bien en nosotros”) y que lleva consigo las ideas de jerarquía y trascendencia. ¿Cómo sabemos que los muy grandes no son los perfectos? Vemos diferencias, sentimos direcciones, y sabemos que el bien se encuentra todavía más allá. El sí mismo, el lugar donde vivimos, es un lugar de ilusión. La bondad está conectada con el intento de ver lo no propio (the unself), de ver y responder al mundo real a la luz de una conciencia virtuosa. Este es el significado no metafísico de la idea de trascendencia a la que los filósofos han recurrido constantemente en sus explicaciones de la bondad. “El bien es una realidad trascendente” significa que la virtud de es el intento de rasgar el velo de la conciencia egoísta y unirse al mundo como realmente es. Es un hecho empírico de la naturaleza humana que este intento no puede ser enteramente exitoso.

Evidentemente, estamos tratando con una metáfora, pero con una metáfora muy importante, y una que no es solamente propiedad de la filosofía, ni solamente un modelo. Como dije al comienzo, somos criaturas que usan metáforas irremplazables en muchas de nuestras más importantes actividades. Y el hombre decente ha sido siempre, acaso incierta o inexplicablemente, capaz de distinguir el bien real de su doble falso. En la mayoría de los contextos ideológicos la virtud puede ser amada por sí misma. Las metáforas fundamentales como tales llevan este amor, a través y más allá de lo que es falso. Las metáforas pueden ser un modo de comprensión, y así de actuar sobre nuestra condición.  Los filósofos solamente hacen explicita y sistemáticamente y frecuentemente con arte lo que la persona ordinaria hace por instinto. Platón, quien entendió esta situación mejor que muchos de los filósofos metafísicos, se refirió a muchas de sus teorías como “mitos” y nos dice que la República debe ser pensada como una alegoría del alma. “Tal vez es un diseño que ha sido puesto en el cielo, allí donde aquel que desee pueda verla y convertirse en su ciudadano, pero no importa si existe o si ha de existir alguna vez; es la única cuidad en la que los políticos (el hombre bueno) pueden tomar parte”(República, 592).

M. ha sostenido que no hay unidad metafísica en la vida humana, pero constata: continuamos soñando con la unidad. Este sueño tiene lugar en el arte, nuestro sueño más ardiente. (…)

Aplicaciones del relato del viaje de ascenso y retorno a la caverna: el alma, que ha ascendido a la visión del bien puede subsecuentemente ver los conceptos a través de los cuales ha ascendido (arte, obra, naturaleza, gente, ideas, instituciones, situaciones, etc.) en su verdadera naturaleza y en sus apropiadas relaciones entre sí. El hombre bueno sabe si el arte o la política son más importantes que la familia y cuando. El hombre bueno ve la forma en que las virtudes se relacionan entre sí. (…) jerarquía de las formas(…) Lo que sugiere es que trabajemos con la idea de tal jerarquía en tanto introduzcamos orden en nuestras concepciones del mundo a través de nuestra aprehensión del Bien.

La dialéctica descendente (p. 112) segunda parte del desarrollo de la cuestión del poder unificador del concepto de bien.

Dada su ambigua actitud hacia el mundo sensible, de la cual ya he hablado, y por su confianza en el poder revolucionario de las matemáticas, Platón, algunas veces, parece implicar que el camino hacia el bien conduce lejos del mundo de la particularidad y el detalle. Sin embargo, habla tanto de una dialéctica descendente tanto como de una dialéctica ascendente y habla también de un retorno a la caverna. En cualquier caso, en tanto la bondad es de utilidad en la política y en la plaza de mercado debe combinar sus crecientes intuiciones de unidad con una creciente comprensión (grasp) de la complejidad y el detalle. Las concepciones falsas son, frecuentemente, generalizadas, estereotipadas e inconexas. Las concepciones verdaderas combinan modos justos de juicio y habilidad para conectar con una creciente percepción del detalle. (…) Esta doble revelación tanto de los detalles aleatorios como de la unidad intuida es lo que recibimos en todas esfera de la vida si buscamos lo que es mejor.

Podemos ver esto con claridad, una vez más, en el trabajo intelectual. El gran artista revela el detalle del mundo. Al mismo tiempo su grandeza no es algo peculiar y personal como un nombre propio.  Son grandes en formas que hasta cierto punto son similares, y la creciente comprensión de revela su unidad a través de su excelencia. Toda crítica seria asume esto, aunque se cuide de expresarlo de manera teorética. El arte revela la realidad y porque existe una forma en que las cosas son existe una comunidad de artistas (¿?). De modo similar ocurre con los estudiosos. (…)

A Platón se lo acusa con frecuencia de haber sobre valorado las disciplinas intelectuales, es muy explícito en concederles, cuando las considera en sí mismas, un alto segundo lugar. (Ser un buen estudioso, o un buen artesano y además un hombre bueno). La comprensión que lleva al científico a la decisión correcta respecto de abandonar cierto estudio, o que guía al artista hacia la decisión correcta sobre su familia, es superior a la comprensión del arte y la ciencia como tales (Rep. 511.d). Somos, reconocidamente, criaturas especializadas en lo que atañe a la moralidad, y el mérito en un área no parece garantizar el mérito en otra. El buen artista no es, necesariamente, bueno en casa (…) The scene remains disparate and complex beyond the hopes of any system, sin embargo, al mismo tiempo, el concepto Bien se extiende a través del todo y le da el único tipo de shadowy unachieved unity which it can posses. The area of morals, and ergo of moral philosophy, can now be seen, not as a hole and corner matter of debts and promises, but as covering the whole of our mode og liveng and the quality of our relations with the world.

La indefinibilidad del Bien.

M quiere sugerir que este tema no debe basarse en una concepción de libertad a partir de la cual el bien se entienda como un espacio vacío hacia el cual la decisión humana puede moverse.

Para la gente común los valores se crean a partir de la elección, tal persona cree que algunas cosas son realmente mejores que otras y que es posible que este las entienda erradamente.

Usualmente no dudamos sobre la dirección en la que se encuentra el bien, también reconocemos la existencia del mal (…) Sin embargo el concepto del bien permanece misterioso y oscuro. Vemos el mundo a la luz del Bien pero ¿Qué es el bien mismo? La fuente de la visión no es vista en el sentido ordinario. Platón dice de ella que “es aquello que toda alma busca y por causa de lo cual hace todo lo que hace, con alguna intuición de su naturaleza, y sin embargo, perpleja” (Rep. 505) Y también dice que el bien es la fuente de conocimiento y verdad y sin embargo es algo que los sobrepasa en esplendor (Rep. 508-9).

Existe una especie de respuesta lógica, en el sentido moderno del término, a la pregunta. Preguntar lo que es el bien no es como preguntar lo que es la verdad o lo que es el valor, pues al explicar estos últimos la idea de bien debe entrar; esta es aquello a la luz de lo cual la explicación debe proceder. “El valor es…” y si tratamos de definir Bien como X, tenemos que añadir que queremos decir, por supuesto, un buen X. Si decimos que el bien es la razón, tenemos que hablar del buen juicio. Si decimos que el bienes el amor, tenemos que explicar que existen distintas clases de amor. Incluso el concepto de Verdad tiene ambigüedad y es solo del bien que podemos decir que “it is the trial of itself an needs no other touch”. Y con esto estoy de acuerdo. También se arguye que todas las cosas que son capaces de exhibir grados de perfección la exhiben a su manera. La idea de perfección solo puede ejemplificarse en casos particulares en términos de la perfección que le es apropiada. De modo que uno no podría decir en general lo que es la perfección, de la misma manera en que puede hablarse de la generosidad o de la buena pintura. En cualquier caso, las opiniones difieren y la verdad de los juicios de valor no puede ser demostrada. Esta línea de argumentación ha sido utilizada para apoyar una visión del bien como vacío trivial, una mera palabra, “el adjetivo de alabanza más general”, una bandera usada por la voluntad emprendedora, un término que podría ser reemplazado con mayor claridad por “estoy para esto” (I´m for this). Este argumento y su conclusión me parece estar equivocado  pro razones que ya he dado: la excelencia tiene una clase de unidad y hay hechos de nuestra condición desde los cuales ciertas líneas convergen en una dirección definida; y también por otras razones que no sugeriré.

Un genuino carácter misterioso está unido a la idea de bondad y del bien. Esto es un misterio en varios aspectos. La indefinibilidad del Bien está conectada con la no sistemática e inagotable variedad del mundo y el sinsentido (pointlessness) de la virtud. En este respecto hay un nexo entre el concepto del Bien y las ideas de Muerte y de Casualidad (chance). (Uno podría decir que la casualidad es realmente una subdivisión de la muerte. Esto es, ciertamente, nuestro más efectivo memento mori.) Un genuino sentido de la mortalidad nos capacita para ver la virtud como la única cosa de valor y es imposible limitar y prever las formas en que esta será requerida de nosotros. Que nosotros no podamos dominar el mundo puede plantearse de una manera más positiva. El Bien es misterioso por la fragilidad humana, por la inmensa distancia que está implicada. Si existieran los ángeles estos podrían definir el bien pero nosotros no entenderíamos la definición. Nosotros somos criaturas en extremo mecánicas, esclavos de fuerzas inclementemente fuertes y egoístas cuya naturaleza comprendemos escasamente. En el mejor de los casos, como personas decentes, estamos muy especializados. Nos comportamos bien en áreas en las que esto puede hacerse bastante fácilmente y dejamos que otras áreas permanezcan sin desarrollar. Hay tal vez en el caso de cada ser humano barreras insuperables para la bondad. El sí mismo es una cosa dividida y su conjunto puede ser redimido en la misma medida en que puede ser conocido. Y si miramos fuera del sí mismo lo que vemos es insinuaciones dispersas del Bien. Hay unos pocos lugares en los que la virtud simplemente brilla; el gran arte, la gente humilde que sirve a otros. ¿Podemos acaso ver estas cosas claramente sin mejorarnos a nosotros mismos? Es en el contexto de tales limitaciones en el que debemos hacernos una imagen de nuestra libertad. Libertad es, en mi opinión, un concepto mezclado. La mitad verdadera del mismo es solamente el nombre de un aspecto de la virtud relacionado con la clarificación de la visión y la dominación de un impulso egoísta. La mitad falsa es un nombre para los movimientos de autoafirmación de la engañada voluntad egoísta que por nuestra ignorancia consideramos algo autónomo.

No podemos, entonces, consumar la excelencia humana por estas razones: el mundo carece de finalidad, es azaroso y enorme, y estamos cegados por el sí mismo. Hay una tercera consideración que es una relación de las otras dos. Es difícil mirar al sol: no es como mirar a otras cosas. De alguna manera retenemos la idea, y el arte la expresa y la simboliza, de que las líneas convergen realmente. Hay un centro magnético. Pero es más fácil mirar hacia los bordes convergentes que mirar al centro mismo. Nosotros no conocemos y probablemente no podemos conocer, conceptualizar, what is it like in the centre. Podría decirse que si no podemos  ver nada allí ¿por qué intentar mirar? ¿No existe acaso el peligro de que arruinemos nuestra habilidad para mira concentrarnos en los costados? Creo que tiene sentido intentar mirar, aunque la ocupación es peligrosa por razones conectadas por el masoquismo y otros mecanismos misteriosos de la mente. El impulso a la adoración es profundo, ambiguo y antiguo. Hay falsos soles, fáciles de observar y mucho más reconfortantes que el verdadero.

Platón nos ha legado la imagen de esta engañada adoración en su gran alegoría.

Los prisioneros de la caverna al principio miran de frente a la pared del fondo. Tras ellos hay un fuego ardiendo a la luz del cual estos ven en la pared del fondo las sombras de marionetas que son llevadas entre ellos y el fuego y toman estas sombras por la realidad. Cuando ellos se vuelven pueden ver el fuego, el cual deben pasar para salir de la caverna. El fuego, tal como lo comprendo, representa el sí mismo, la antigua alma no regenerada, la gran fuente de energía y calor. Los prisioneros en la segunda etapa de iluminación han ganado el tipo  de auto conciencia (selfawareness) que hoy en día es un asunto de gran interés para nosotros. Pueden ver en sí mismos las fuentes de lo que era inicialmente instinto ciego y egoísta. Ven las llamas que proyectaban las sombras que solían pensar que eran reales, y pueden ver las marionetas, imitaciones de cosas del mundo real, cuyas sombras solían reconocer. Ellos no sueñan aún con que haya alguna cosa más que ver. ¿Qué es más probable que ellos lleguen a acomodarse junto al fuego el cual, a pesar de ser fluctuante y poco claro es muy fácil de mirar y cómodo para estar junto a él?

… los prisioneros de la caverna descubren antes el artificio del fuego que la relación entre las sombras, las marionetas y las cosas reales, desenmascarar la mímesis es posible antes de conocer el modo en que los objetos verdaderos y los falsos se relacionan, este proceso se completa más tarde. (the fire, p. 115)

Pienso que Kant temía esto cuando se tomó tantos trabajos para desviar nuestra atención de la psyche empírica. Esta cosa tan poderosa es un objeto de fascinación y aquellos que estudian su poder para proyectar sombras están estudiando algo real. Un reconocimiento de su poder podría ser un paso hacia el escape de la caverna; pero igualmente podría ser tomado como un punto final. El fuego podría ser confundido con el sol y la seguridad en sí mismo tomada por el bien. (Por supuesto no todo aquel que escapa de la caverna necesita haber pasado mucho tiempo junto al fuego. Tal vez el campesino piadoso haya salido de la caverna sin notar el fuego.) Cualquier religión o ideología puede ser degradada por la substitución del sí mismo, usualmente bajo algún disfraz, por los verdaderos objetos de veneración. Sin embargo, a pesar de aquello que tanto temía Kant, pienso que existe un lugar tanto dentro como fuera de la religión para un cierta contemplación del Bien. No solo por los expertos dedicados sino por la gente ordinaria: una atención que no se agota en el mero planear buenas acciones sino un intento por mirar más allá del sí mismo hacia una perfección distante y trascendente. Una fuente de energía incontaminada, una fuente de nueva e insólita (undreamt) de virtud . Este intento, que es un desvío de la atención desde lo particular, podría ser la cosa que más ayuda cuando las dificultades parecen insolubles, especialmente cuando los sentimientos de culpa se mantienen atrayendo la mirada de regreso al sí mismo. Este es el verdadero misticismo que es la moralidad, una clase de plegaria no dogmática que es real e importante, aunque también podría ser difícil e corruptible.

El bien y el amor (continuará)

Rachel Barney, “Plato on conventionalism” notas para traducción

Esta es una versión castellana parcial del artículo de Phronesis de la destacada autora de uno de los mejores libros sobre el Crátilo de Platón que yo haya leído

Rachel Barney, Names and nature in Plato´s Cratylus (carísimo en Amazon) Routledge (2001)

Barney, Rachel, “Plato on conventionalism”, en: Phronesis, 42, nº2,1997, p. 143-162

Notas y traducción parcial Juan Fernando Mejía Mosquera

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0. Introducción

  1. La entrada en el Crátilo es una discusión y refutación de un punto de vista convencionalista sobre la corrección de los nombres
    • El convencionalismo sostiene que no hay corrección natural de los nombres
    • Los nombres pueden cambiarse a voluntad sin ninguna pérdida de corrección
    • La convención que hace que un nombre sea correcto puede restringirse a un único individuo (384.d.3-6, 385.a.4-5)
  2. Sócrates se hace cargo de este punto de vista de una manera rápida y terminante, comienza por obtener de Hermógenes un rechazo del relativismo de Protágoras.

Se admite en cambio que las cosas tienen una naturaleza propia, independiente de la mente (385.e-7.b)

  1. Nombrar es una acción y el nombre es una herramienta para realizarla (387.b-8.a) de manera que las cosas deben ser nombradas de acuerdo con su naturaleza y de acuerdo con la naturaleza del nombrar: usando no cualquier nombre sin uno apropiado a semejante tarea.

La fabricación y el uso de tales nombres son asuntos para habilidad experta (387.d-390.e)

  1. Valoraciones críticas de la posición de Hermógenes
    • Identificación con el relativismo de Protágoras en cuanto garantiza la infalibilidad de nuestros juicios, así mismo el convencionalismo garantiza la irrefutabilidad de acto de denominación en que los expresamos.
    • De hecho un protagoreismo general parece ser el fundamento más natural para el convencionalismo: podemos aplicar la tesis de Protágoras de que todas nuestros juicios son verdaderos al caso particular de juicios sobre el nombrar. (Baxter, The Cratylus Plato`s Critique of naming, Leiden, 1992)
    • En resumen: los críticos en general atribuyen a Hermógenes un convencionalismo del tipo anything goes. La lectura desde este punto de vista tiene consecuencias para la interpretación del Crátilo en su conjunto. Pues la primera gran discusión del diálogo es una refutación del convencionalismo pero si esto se limita al rechazo de un excéntrico hombrecillo las opciones de Platón siguen abiertas. En particular, rechazar el convencionalismo de tipo anything goes no implicará el rechazo de un tipo moderno de convencionalismo sobre el lenguaje. Uno que restrinja la corrección a los nombres públicamente compartidos, que defina convención en términos de expectativas interpersonal (Lewis).
    • Tal resultado es tentador por el modo en que se desarrolla el argumento en el Crátilo . Al final del diálogo, la teoría alternativa, la visión de Crátilo de la corrección cultural de los nombres es duramente criticada y al convencionalismo se le concede un valor en la determinación de la corrección. De modo similar suele pensarse que el final del Crátilo implica una vuelta a algún tipo de valoración ambigua del convencionalismo.
  2. La hipótesis de Barney: Pero como la refutación inicial del Hermógenes no es revisitada nunca, este desenlace podría volver al diálogo simplemente incoherente – a menos que podamos llevar a Hermógenes a representar una deviant version of convencionalism, distinta de la otra, de un tipo más prometedor a la que Platón podría volverse al final.
    • Esta línea de interpretación está basada en un error: el convencionalismo de Hermógenes no es, de hecho, del tipo anything goes. Por el contrario, la posición de Hermógenes es representada … como sensata y razonablemente apoyada: lo que mueve a Platón a rechazarla es su sensación de que es “perniciosamente a-crítica respecto a nuestras prácticas de nombrar establecidas”.
    • Pues la característica crucial del convencionalismo de Hermógenes es que implica una tesis que Barney denomina conservatismo respecto a los nombres: todos los nombres reales o positivos (i.e. todo aquello reconocido socialmente como un nombre) son ipso facto correctos.
    • Este tipo de convencionalismo es importante como una forma comparativamente reflexiva y plausible de defender esta ratificación de lo dado.
    • Su legitimación del nombrar privado es meramente un inevitable corolario a esta defensa de lo dado.
    • Al disponer del convencionalismo de Hermógenes, Platón dispone de conservatismo y limpia el suelo para una investigación revisionista del nombrar.
    • De hecho, sostendrá B., su proyecto de conjunto en el Crátilo es buscar un Standard de corrección de los nombres independientemente de nuestras convenciones que pueda ser usado para evaluarlas
    • El convencionalismo rehabilitado es un punto de partida que pronto será trascendido, de ninguna manera es un competidor en igualdad de condiciones con el pensamiento naturalista de Platón sobre el lenguaje.
  1. Lo que es el convencionalismo:

Barney explica el convencionalismo, la posición de Hermógenes, citando los cinco enunciados de su punto de vista.

A continuación observa como todos ellos tienen en común la distinción entre dos actos incluidos en el nombrar: el designado por el verbo tithenai y sus compuestos que se refiere al establecimiento de un nombre y el usar tal nombre para llamar algo, kalein.

Teniendo esto en cuenta es posible decir que para Hermógenes no todo vale. Pues al distinguir dos tipos de “nombrar”, el bautismo y el uso del nombre, dos criterios de corrección diferentes se aplican.

En el bautismo , efectivamente todo vale, todos los bautismos son correctos, pues el nombre que le pones a una cosa es el nombre correcto.

Pero un acto de bautismo establece una norma para el uso subsiguiente: el uso del nombre solo es correcto cuando se realiza de acuerdo con el bautismo del caso. Al mismo tiempo, cada bautismo solamente posee autoridad hasta el próximo, pues un cambio de nombre es un nuevo bautismo y, como tal, establece una nueva norma.

Por lo tanto un correcto acto de nombrar debe ser o bien un acto de bautismo (incluido el cambio de nombre ), o bien, un uso del nombre que esté de acuerdo con el bautismo.

¿Por qué le atribuyen los críticos a Hermógenes un convencionalismo del tipo “todo vale”?

Primero porque se ignora la anterior distinción. Además de ello la lectura tradicional parece tener dos fuentes:

    • La primera de ellas es la forma en que se conduce la discusión: Sócrates parece empujar a Hermógenes tanto en la dirección del convencionalismo estilo “todo vale”, como en la dirección del relativismo de Protágoras.
    • La otra es la opinión general de que la legitimación de Hermógenes del nombrar privado (y del cambio de nombres), lo acerca tanto al “todo vale” que casi no hay diferencia.

Barney explica el modo en que Sócrates empuja a Hermógenes en dos ocasiones al todo vale pero afirma que la ligereza de las respuestas de Hermógenes no debe ser un argumento terminante para considerar que este siempre ha sostenido el todo vale.

Los verbos que S usa son ambiguos y precisamente a continuación H hace su más clara declaración contando con la distinción citada. Lo que B lee como un signo de énfasis y deseo de aclarar su punto de vista: remarcando la distinción.

El segundo empujón de Sócrates está en su sugerencia explícita de que H se apoya en Protágoras para sustentar su tesis. Esto no puede forzar la conclusión de que H suscribe ni el todo vale ni el relativismo de P. De hecho H no da mayores muestras de simpatía por la visión de Protágoras. S solamente procede a afirmar que quien cree que existe una diferencia entre el bien y el mal, inteligente y estúpido, etc. (no hay un elenchos socrático aquí)Debe rechazar la visión de Protágoras, H concede esto fácilmente, por tanto, para B. No hay en esto un nexo claro entre H y Protágoras.

Para la segunda causa de identificación entre el todo vale y el relativismo hay que explicar lo que ocurre con el problema de los nombres privados. Los argumentos tradicionales apuntan a que la identificación es necesaria para que al demostrar que  encarna la imposibilidad de la falsedad y por tanto del pensamiento, esta visión extrema derrote el relativismo.

Barney está en desacuerdo y sostiene que esta visión tan radical es producto de una confusión pues olvida que la explicación de H da permite pensar el error.

De manera que la legitimación del nombrar privado no es el movimiento subversivo que los interpretes creen que es. En realidad, está apoyado por razonamiento del sentido común. Tal como H lo señala, los individuos privados pueden establecer y de hecho establecen nombres para su propio uso: cambiar el nombre de los esclavos, bautizar los padres a los hijos: en estos casos la corrección de los nombres se funda en la autoridad de quien los establece.

(por lo tanto la hostilidad de los comentadores del Crátilo es difícil de entender, tal vez es digno de notar que incluso la versión moderna del convencionalismo planteada por Lewis, en la cual las convenciones se fundan en expectativas intersubjetivas. Tampoco los argumentos de Wittgenstein valen para explicar un tipo de convencionalismo del tipo del que H sostiene: en las Investigaciones filosóficas W se refiere a un lenguaje privado totalmente inalcanzable por otros sujetos)

Lo que el ejemplo del esclavo resalta es que la legitimación del nombrar privado está fundada en una peculiar concepción de la convención. En esta concepción, una convención consiste en meramente en una decisión o en un fiat que da lugar a un hábito: y como un individuo privado puede realizar tales decisiones y hábitos, evidentemente también puede establecer convenciones privadas. Esta concepción de la convención como decisión no es peculiar a H, está presupuesta a todo lo largo del Crátilo y con ella la idea de que las convenciones pueden ser individuales. Esta concepción es puesta de relieve en la posterior rehabilitación del convencionalismo emprendida por Sócrates. Aquí, sostiene que cuando Ud. entiende una palabra que yo uso convencionalmente es porque Ud. ha hecho un pacto consigo mismo de comprender la palabra de tal manera (435.a.7). Esto es sorprendente pues lo que esperaríamos es que lo que se necesita para que nos entendamos es una convención que valga o que haya sido suscrita por los dos. Y, en realidad si las convenciones son fundamentalmente decisiones, entonces las convenciones públicas resultarán siendo secundarias o derivadas. Dado que una convención pública puede ser vista ya como una decisión tomada por una comunidad, concebida como análoga a un individuo humano, o como una agregación –syntheke– compuesta por convenciones de individuos. En cualquiera de los dos casos, es plausible que las convenciones públicas y privadas son igualmente susceptibles de corrección.

En resumen, dada la concepción de la convención como decisión -una concepción que funciona a lo largo del Crátilo– la legitimación de las convenciones del nombrar privado es una parte natural del convencionalismo. Aceptar como correctas todas y solamente las convenciones públicas sería indefendible (o requeriría por lo menos algún argumento posterior) a pesar de que intuitivamente pueda parecer plausible: y H ha pensado lo suficiente sobre el asunto para comprender cuanto.

Dos puntos son dignos de ser notados sobre la posición de H tal como la ha presentado R.B.:

Primero, como ya lo he sugerido, esta es muy sensata (commonsensical). No tiene implicaciones particularmente alarmantes desde el punto de vista del sentido común, al permitir el error, no es genuinamente análoga al relativismo de Protágoras. De hecho, si está en lo correcto sobre el uso que hace H de la distinción entre bautismo y uso del nombre, su punto de vista parece bastante prometedor. Pues la distinción es claramente importante y él parece estar en lo correcto al remitir el uso del nombre a una norma más exigente que el bautismo. El bautismo, puede arguirse, está sujeto sólo a consideraciones prácticas o estéticas, mientras que las normas de corrección para el uso de nombres pueden incluir la verdad en la predicación y el aseguramiento exitoso de la referencia. Las normas para esto último son con seguridad más estrictas y definidas y bastante independientes de las normas sobre el bautismo.

Segundo: una posición tan razonable es la que todas los indicios textuales nos llevarían a esperar. Dado que H es representado consistentemente como ingenuo y abierto de mente, a lo largo del diálogo es presentado como interlocutor responsable y poco pretensioso. (Goldschmidt, Essai sur le Cratyle, Paris, 1940, p.42) (Desde el comienzo mismo del Crátilo , una oposición de estilos y personalidades se planteada entre él y Crátilo, que aparece como un obscurantista aficionado a las paradojas que insiste en defender su sabiduría pero que rehusa explicarse). Y la presentación del convencionalismo de H es consistente con su actitud general: esta parece ser una explicación mínima, adoptada tras alguna reflexión pero tentativamente. H ha tratado repetidamente de discutir el tema con C y otros, y simplemente no puede ver qué otra corrección puede existir distinta de la de la convención (384.c.9-10). Al ser refutado por S, H no protesta sino que pide una vez más una explicación de en qué consiste la corrección natural de los nombres (390.e.5-1.a.4). Así, el convencionalismo de H es claramente una opción a falta de algo mejor y está basado en una saludable reserva a creer en una norma ulterior cuyos abogados no pueden explicar claramente. En su convencionalismo como a través del Crátilo, H es algo parecido a la voz del sentido común.

2. El convencionalismo y la dialéctica del Crátilo:

Este es el momento de volver a un enigma planteado anteriormente. Si la posición de H es la que ya he dicho ¿Por qué Sócrates lo empuja persistentemente en dirección a un convencionalismo estilo todo vale y a un relativismo protagórico? Para responder, necesitamos ver el convencionalismo en su contexto dialéctico dentro del Crátilo.

Por observar una posición en su contexto dialéctico entiendo: observarla, no como una opción dentro de un menú atemporal de alternativas teoréticas, sino como la expresión de un particular curso de reflexión o discusión/argumentación de una clase particular de persona, de manera que las otras posiciones y argumentos se relacionen con ella como sus predecesores, alternativas, enemigos o sucesores naturales.

Como punto de partida para la exploración del contexto dialéctico, consideremos la tesis que he llamado conservatismo: la posición según la cual todos nuestros nombres reales o positivos (todo aquello que socialmente se reconoce como un nombre) son correctos. He sugerido ya que un conservatismo semejante es una característica importante del convencionalismo de H, de hecho, los argumentos de Hermógenes se apoyan en él tácitamente. Como se ha visto, H cita dos pruebas en favor de su posición: el hecho de que los nombres pueden ser cambiados, como en el caso de los esclavos y en el de las variaciones locales de los nombres entre las diferentes comunidades griegas y extranjeras (384.d.3-6, 385.d.9-e.3). La idea es que el convencionalismo explica cómo es que estos fenómenos son posibles. Pero, desde luego, el convencionalismo es una tesis normativa y no descriptiva, lo que explica es la corrección (correctness) de un nombre. De manera que dichas pruebas  solamente son relevantes si podemos asumir que todos los nombres en cuestión -los nombres de los esclavos antes y después, la totalidad de la multitud de nombres que usan las diferentes comunidades, en efecto, para no poner un punto demasiado fino sobre ello, todos los nombres reales- son en realidad correctos.

Los razonamientos de H solamente si el conservatismo se toma como obvio. Y de ese modo es razonable suponer que el conservatismo -que, después de todo, resulta, intuitivamente, obligante para mucha gente- es la premisa inicial de H. Hermógenes, entonces, toma como punto de partida la suposición de que todos los nombres que usamos de hecho son correctos, la reflexión sobre esto lo lleva a la explicación de que esta corrección se debe a su aceptación convencional. Y dada la concepción de la convención como un fiat o como imposición, H debe, al mismo tiempo, reconocer las convenciones del nombrar privado como igualmente correctas. La maligna extensión de la corrección al nombrar privado es solo el precio teorético que él debe pagar por una defenza consistente del conservatismo.

Consideremos ahora cómo se vería el siguiente giro de la dialéctica. Una reflexión posterior sobre el convencionalismo de Hermógenes se encuentra rumbo a levantar una pregunta acusiante: ¿ podemos asumir realmente que todas las convenciones son igualmente correctas? La convención ha de basarse en la decisión y el fiat, pero suponemos comunmente que nuestras decisiones expresan nuestros juicios, (lo cual se resalta en 387.b.3 y en Teeteto 172.a.1-5 y 167.c) y que hay juicios mejores que otros.

De manera que la legitimación del nombrar privado no es el movimiento subversivo que los interpretes creen que es. En realidad, está apoyado por razonamiento del sentido común. Tal como H lo señala, los individuos privados pueden establecer y de hecho establecen nombres para su propio uso: cambiar el nombre de los esclavos, bautizar los padres a los hijos: en estos casos la corrección de los nombres se funda en la autoridad de quien los establece.

(por lo tanto la hostilidad de los comentadores del Crátilo es difícil de entender, tal vez es digno de notar que incluso la versión moderna del convencionalismo planteada por Lewis, en la cual las convenciones se fundan en expectativas intersubjetivas. Tampoco los argumentos de Wittgenstein valen para explicar un tipo de convencionalismo del tipo del que H sostiene: en las Investigaciones filosóficas W se refiere a un lenguaje privado totalmente inalcanzable por otros sujetos)

Lo que el ejemplo del esclavo resalta es que la legitimación del nombrar privado está fundada en una peculiar concepción de la convención. En esta concepción, una convención consiste en meramente en una decisión o en un fiat que da lugar a un hábito: y como un individuo privado puede realizar tales decisiones y hábitos, evidentemente también puede establecer convenciones privadas. Esta concepción de la convención como decisión no es peculiar a H, está presupuesta a todo lo largo del Crátilo y con ella la idea de que las convenciones pueden ser individuales. Esta concepción es puesta de relieve en la posterior rehabilitación del convencionalismo emprendida por Sócrates. Aquí, sostiene que cuando Ud. entiende una palabra que yo uso convencionalmente es porque Ud. ha hecho un pacto consigo mismo de comprender la palabra de tal manera (435.a.7). Esto es sorprendente pues lo que esperaríamos es que lo que se necesita para que nos entendamos es una convención que valga o que haya sido suscrita por los dos. Y, en realidad si las convenciones son fundamentalmente decisiones, entonces las convenciones públicas resultarán siendo secundarias o derivadas. Dado que una convención pública puede ser vista ya como una decisión tomada por una comunidad, concebida como análoga a un individuo humano, o como una agregación –syntheke– compuesta por convenciones de individuos. En cualquiera de los dos casos, es plausible que las convenciones públicas y privadas son igualmente susceptibles de corrección.

En resumen, dada la concepción de la convención como decisión -una concepción que funciona a lo largo del Crátilo– la legitimación de las convenciones del nombrar privado es una parte natural del convencionalismo. Aceptar como correctas todas y solamente las convenciones públicas sería indefendible (o requeriría por lo menos algún argumento posterior) a pesar de que intuitivamente pueda parecer plausible: y H ha pensado lo suficiente sobre el asunto para comprender cuanto.

Dos puntos son dignos de ser notados sobre la posición de H tal como la ha presentado R.B.:

Primero, como ya lo he sugerido, esta es muy sensata (commonsensical). No tiene implicaciones particularmente alarmantes desde el punto de vista del sentido común, al permitir el error, no es genuinamente análoga al relativismo de Protágoras. De hecho, si está en lo correcto sobre el uso que hace H de la distinción entre bautismo y uso del nombre, su punto de vista parece bastante prometedor. Pues la distinción es claramente importante y él parece estar en lo correcto al remitir el uso del nombre a una norma más exigente que el bautismo. El bautismo, puede argüírse, está sujeto sólo a consideraciones prácticas o estéticas, mientras que las normas de corrección para el uso de nombres pueden incluir la verdad en la predicación y el aseguramiento exitoso de la referencia. Las normas para esto último son con seguridad más estrictas y definidas y bastante independientes de las normas sobre el bautismo.

Segundo: una posición tan razonable es la que todas los indicios textuales nos llevarían a esperar. Dado que H es representado consistentemente como ingenuo y abierto de mente, a lo largo del diálogo es presentado como interlocutor responsable y poco pretensioso. (Goldschmidt, Essai sur le Cratyle, Paris, 1940, p.42) (Desde el comienzo mismo del Crátilo , una oposición de estilos y personalidades se planteada entre él y Crátilo, que aparece como un obscurantista aficionado a las paradojas que insiste en defender su sabiduría pero que rehusa explicarse). Y la presentación del convencionalismo de H es consistente con su actitud general: esta parece ser una explicación mínima, adoptada tras alguna reflexión pero tentativamente. H ha tratado repetidamente de discutir el tema con C y otros, y simplemente no puede ver qué otra corrección puede existir distinta de la de la convención (384.c.9-10). Al ser refutado por S, H no protesta sino que pide una vez más una explicación de en qué consiste la corrección natural de los nombres (390.e.5-1.a.4). Así, el convencionalismo de H es claramente una opción a falta de algo mejor y está basado en una saludable reserva a creer en una norma ulterior cuyos abogados no pueden explicar claramente. En su convencionalismo como a través del Crátilo, H es algo parecido a la voz del sentido común.

2. El convencionalismo y la dialéctica del Crátilo:

Este es el momento de volver a un enigma planteado anteriormente. Si la posición de H es la que ya he dicho ¿Por qué Sócrates lo empuja persistentemente en dirección a un convencionalismo estilo todo vale y a un relativismo protagórico? Para responder, necesitamos ver el convencionalismo en su contexto dialéctico dentro del Crátilo.

Por observar una posición en su contexto dialéctico entiendo: observarla, no como una opción dentro de un menú atemporal de alternativas teoréticas, sino como la expresión de un particular curso de reflexión o discusión/argumentación de una clase particular de persona, de manera que las otras posiciones y argumentos se relacionen con ella como sus predecesores, alternativas, enemigos o sucesores naturales.

Como punto de partida para la exploración del contexto dialéctico, consideremos la tesis que he llamado conservatismo: la posición según la cual todos nuestros nombres reales o positivos (todo aquello que socialmente se reconoce como un nombre) son correctos. He sugerido ya que un conservatismo semejante es una característica importante del convencionalismo de H, de hecho, los argumentos de Hermógenes se apoyan en él tácitamente. Como se ha visto, H cita dos pruebas en favor de su posición: el hecho de que los nombres pueden ser cambiados, como en el caso de los esclavos y en el de las variaciones locales de los nombres entre las diferentes comunidades griegas y extranjeras (384.d.3-6, 385.d.9-e.3). La idea es que el convencionalismo explica cómo es que estos fenómenos son posibles. Pero, desde luego, el convencionalismo es una tesis normativa y no descriptiva, lo que explica es la corrección (correctness) de un nombre. De manera que dichas pruebas  solamente son relevantes si podemos asumir que todos los nombres en cuestión -los nombres de los esclavos antes y después, la totalidad de la multitud de nombres que usan las diferentes comunidades, en efecto, para no poner un punto demasiado fino sobre ello, todos los nombres reales- son en realidad correctos.

Los razonamientos de H solamente si el conservatismo se toma como obvio. Y de ese modo es razonable suponer que el conservatismo -que, después de todo, resulta, intuitivamente, obligante para mucha gente- es la premisa inicial de H. Hermógenes, entonces, toma como punto de partida la suposición de que todos los nombres que usamos de hecho son correctos, la reflexión sobre esto lo lleva a la explicación de que esta corrección se debe a su aceptación convencional. Y dada la concepción de la convención como un fiat o como imposición, H debe, al mismo tiempo, reconocer las convenciones del nombrar privado como igualmente correctas. La maligna extensión de la corrección al nombrar privado es solo el precio teorético que él debe pagar por una defensa consistente del conservatismo.

Consideremos ahora cómo se vería el siguiente giro de la dialéctica. Una reflexión posterior sobre el convencionalismo de Hermógenes se encuentra rumbo a levantar una pregunta acusiante: ¿podemos asumir realmente que todas las convenciones son igualmente correctas? La convención ha de basarse en la decisión y el fiat, pero suponemos comúnmente que nuestras decisiones expresan nuestros juicios, (lo cual se resalta en 387.b.3 y en Teeteto 172.a.1-5 y 167.c) y que hay juicios mejores que otros. Una vez se ha planteado esta cuestión epistemológica, el convencionalista se enfrenta a un dilema. Una opción es argüir que todas las convenciones son igualmente correctas porque todas las creencias y decisiones son igualmente correctas. Esta opción usa el relativismo de Protágoras para preservar el conservatismo, pero a un precio muy alto; pues incluye no solo las cosas no plausibles del relativismo, sino también las transformaciones del convencionalismo de H en la variedad “todo vale”, pues los actos de uso de nombres serán ahora tan infalibles como los bautismos. Probablemente estaremos de acuerdo con H en que no merece la pena mantener la intuición conservadora a este precio. La alternativa es aceptar, tal como él lo hace, que el relativismo de Protágoras es falso y apropiarse del punto de vista realista según el cual las cosas tienen su propia naturaleza independiente de la mente. Pero, en ese caso, tanto el acto de dar nombre como el de usar el nombre sería por igual corregibles, y su éxito dependería de la conformidad con la naturaleza de las cosas: debe renunciar al conservatismo.

Esta es, creo yo, la razón para que S empuje a H en la dirección del convencionalismo estilo “todo vale” y del relativismo de Protágoras. Su propósito no es sacar consecuencias de la posición que H sostiene, ni desequilibrar tal posición, en lugar de eso quiere empujar a H a hacer su siguiente movimiento dialéctico. El convencionalismo de H es una encrucijada: es el punto más reflexivo en que el conservatismo puede todavía sostenerse sin colapsar debido a los rasgos no plausibles del relativismo. Por eso es importante para Platón discutirlo al comienzo de su investigación sobre el nombrar: es el la mejor defensa que desde el sentido común puede encontrarse para la complaciente suposición de que todos nuestros nombres reales son correctos. Una vez el convencionalismo es derrotado el conservatismo no puede asumirse más y el camino se halla abierto para la crítica, revisionista – para no decir cuan locamente contra-intuitiva – explicación de la “corrección natural” que Sócrates procede a exponer.

Un paralelo de esta dialéctica puede encontrarse en el libro I de la República. Allí Trasímaco comienza por declarar que la justicia no es más que la conveniencia del más fuerte (338.c.1-2) y glosa esta pretensión con lo que parece ser conservatismo y convencionalismo sobre la justicia: en cada ciudad la justicia es lo que el partido gobernante determina para su propia conveniencia (338.e.1-9.a.4, obsérvese el verbo tithenai en 338.e.1). Pero bajo presión las distintas pretensiones que se conjugan en esta posición se desbaratan y T debe decidir cual es la más importante para él. No puede sostener, como intenta inicialmente, al mismo tiempo su tesis central (a) que la justicia es cualquier cosa que convenga a los gobernantes o a los más fuertes, y la tesis conservadora (b) que la justicia es cualquier cosa que el gobernador dicte, mientras reconozca el hecho obvio de que (c) los gobernantes no siempre dictan aquello que les conviene (339.c-d). En este punto a T se le ofrece, por parte de Clitofonte la oportunidad de aferrarse intercambiando(a) por la pretensión de que cualquier cosa que el gobernante piensa que le conviene (y por lo tanto decreta) es justa (340.d-1.a). Y de nuevo el resultado es que el conservatismo, representado aquí por la versión original y sin restricciones de (b), a la cual se renuncia calladamente. Lo que parece ser un gobernante puede no serlo realmente y presumiblemente las leyes y sistemas de justicia impuestos por el falso gobernante serán también falsas (aunque T, en contraste con el Callicles del Gorgias no sigue esta pretensión revisionista). En el momento decisivo el deseo de T de suscribir el éxito de los rudos y hábiles está primero y abandona el conservatismo por una especie de realismo respecto a la justicia. Lo que es justo no es simplemente una función de lo que es socialmente aceptado, sino que es un asunto de pericia – aunque, por su puesto, desde el punto de vista de Platón T está terriblemente equivocado sobre lo que el gobernante experto quiere y sabe cómo hacer.

En suma, T atraviesa en buena media la misma dialéctica que H y la estructura común nos dice mucho, pienso, sobre cómo ve Platón estos asuntos. Para Platón, un conservatismo intuitivamente plausible sobre las instituciones y prácticas sociales solo puede sostenerse sobre cierto grado de reflexividad. Una vez la cuestión epistemológica está planteada – ¿acaso no hay alguna gente estúpida? es, dicho burdamente, la encrucijada planteada tanto en el Crátilo como en la República – el conservador enfrenta la división de los caminos. Por un camino va el relativismo: el conservador puede alegando que de hecho nadie nunca se equivoca ni es estúpido sobre el asunto en cuestión. Desafortunadamente, el sustento protagórico que respalda esta pretensión destruye buena parte del atractivo intuitivo del conservatismo. La vía alterna es la elección de Platón: el realismo: el reconocimiento de que la gente puede estar en lo cierto o equivocarse sobre lo que constituye un nombre correcto o un ley justa, y ese conocimiento experto es lo que hace la diferencia.

Este paralelo político no es coincidencial. Como todas las leyes y las constituciones, los nombres son construcciones sociales, simultáneamente herencias de tiempo inmemorial y sujetos al cambio para bien o para mal. No es un accidente que en el Crátilo, el convencionalismo sea introducido usando el vocabulario profundamente político de “pacto” –syntheke- y convención –nomos-. Además, la evidencia H en favor del convencionalismo -la variación local de nombres de una ciudad a otra y la posibilidad del cambio de nombre- es justamente lo que se usó en otro lugar para argüir que otras instituciones sociales son asunto de mera convención. En las Leyes, a quienes alegan

que los dioses son creaciones de artificio, no por naturaleza (physei) sino por ciertas convenciones (tisi nomois); y que son diferentes en diferentes lugares de acuerdo con lo que cada grupo acordó al determinar sus convenciones (synomologesan nomothetoumenoi). Además, un conjunto de cosas son buenas por naturaleza (physei), otro por convención (nomoi). Y las cosas que son justas no lo son por naturaleza, por el contrario, la gente discute continuamente entre sí y cambiándolas permanentemente (metatithemenous). Y cualquier cambio que hagan en cualquier momento tiene autoridad entonces, habiendo surgido por  artificio y convención (tois nomois), pero no por naturaleza  alguna (tini physei). (889.e.3-90.a.2)

El convencionalismo de H entonces tiene un pariente cercano en las esferas política y ética. (Así mismo la teoría de la corrección natural, la cual es presentada como un análisis de la actividad de un legislador experto (nomothetes, 388.e y ss.). Además, el convencionalismo de H es un importante complemento a tales puntos de vista políticos. Porque el convencionalismo sobre los valores religiosos o morales se vincula con las pretensiones convencionalistas sobre las convenciones de nombrar relevantes: los ateos de  las Leyes deben sostener que los significados de “dios” y “justo” son variables según lugares y tiempos y que las convenciones locales sobre ellos son totalmente autorizadas. Que Platón ve la conexión entre la práctica lingüística y la práctica política está claro por otro pasaje de las Leyes. Hablando de los estados cuyos gobernantes aprueban leyes estrechas y a beneficio de sus propios intereses, el Ateniense dice:

Seguramente decimos ahora que estas no son constituciones (politeias); y las leyes que no han sido establecidas (etethesan) para el bien común de la ciudad entera no son correctas (orthous). Aquellos que son para el interés de solo algunos, los llamamos “partisanos” y no ciudadanos, y lo que ellos dicen que es “justo” es llamado de tal modo en vano (maten) (715.b.2-6)

Todos los esfuerzos de un mal régimen por hacer que “justo” denote cosas que no merecen el nombre son en vano. Y este “en vano” (methen) es un término fuerte: más tarde en el Crátilo, Crátilo lo usará para negar que un mal uso de un nombre cumpla acto de habla inteligible alguno (430.a.4). Platón desea negarle a los gobernantes la autoridad de establecer convenciones de nombrar (correctas) por fiat: hay algo en el nombre “justo” que supera las imposiciones de los gobiernos y que determina si las prácticas de nombrar son correctas.

Estos paralelos políticos -aunque paralelo es la palabra errónea pues el punto es que para Platón nombrar es, en el sentido amplio, una práctica política- han sido discutidos de manera iluminadora por George Grote. En particular, Grote resalta el cercano nexo del Crátilo con el Político y el platónico Minos. Cada uno expresa una línea profundamente platónica de pensamiento de acuerdo con la cual las instituciones sociales (nombres, constituciones, regímenes, leyes) son correctas o genuinas solo si se conforman con las naturalezas de las cosas y son el producto de una técnica filosóficamente informada. Desde esta lectura “política”, lo que le interesa a Platón en el Crátilo es descubrir lo que un nombre es realmente y qué estándares son aplicables a los nombres.

No puedo explorar aquí todas las ramificaciones de esta lectura “política” del Crátilo. Pero una implicación es obvia y suficientemente importante para exigir mención. Si el convencionalismo de H es tal como se lo describe aquí, el convencionalismo y el naturalismo no son en modo alguno competidores en igualdad de condiciones en este diálogo. Por el contrario, el proyecto de Platón es, desde el principio, descubrir en qué consiste un nombre naturalmente correcto (cfr. una ley real o el verdadero político), el convencionalismo es menos una parte de esta investigación que un obstáculo preliminar para ella. Esto plantea importantes límites sobre cuales podrían ser los resultados del diálogo. Como anoté antes se suele suponer que las conclusiones de Sócrates en 435.c-d han de leerse como una suscripción tácita del convencionalismo y como mi lectura del convencionalismo de H ha mostrado que su posición no es ni tonta ni relativista, puede parecer que se acopla a esta línea de interpretación. Pero, de hecho, lo contrario es lo opuesto. Pues si estoy en lo cierto sobre el carácter esencialmente conservador del convencionalismo de H, sobre su función dialéctica y sobre sus implicaciones políticas, entonces, la lectura convencionalista de las conclusiones de Platón no puede ser correcta. Con los nombres, como con las instituciones y las prácticas políticas, la incorregibilidad del status quo es una doctrina que Platón se siente obligado a considerar pero que nunca está tentado de aceptar.