Mi querido primo honorario Andrés Mejía Vergnaud publica hoy una entrada en su blog Descartes en Bata, en la que explica con buen humor y datos interesantes, la historia de cómo se generó en la infancia su primera inquietud filosófica. Recomiendo la historia que es a la vez una reflexión sobre el lugar que la filosofía tiene en la vida de todos y que va perdiendo según llega la edad en que las convenciones dejan de inquietarnos y cesa la urgencia de preguntar.
Agradezco que además de publicar en el blog me haya preguntado en Twitter mi opinión sobre esa aproximación infantil a la filosofía. Estoy de acuerdo con Andrés en que la infancia es una época filosófica y que los que perseveramos en cultivar la filosofía, de alguna manera, estamos, sobre todo, salvaguardando nuestra conexión con la infancia. Queremos mantener la curiosidad y una cierta ingenuidad que viene junto a la impertinencia de hacer nuestras preguntas privadas a otros, aún después de las canas y los años.
Mi primera gran curiosidad filosófica se debe a los desafíos de mi madre y a las interminables horas de carretera en las que gasté mi infancia por los caminos de Santander, de Boyacá y de Cundinamarca. Esos espacios infinitos en los que la pregunta interesada «¿ya casi llegamos?» respondida con mentiras o ignorada por los padres, da lugar a preguntas más hondas. Preguntas en las que la existencia misma, en toda la aridez del sinsentido, se hace palpable.
Esthercita, mi madre, mujer de virtudes heróicas y habilidades sin par, de multiforme ingenio como Odiseo, nos acompañaba a mi hermano Alejandro y a mi a rezar durante los primeros años de la infancia. Hasta que ella misma tuvo su propio sisma sin perder la fe, pero esa es otra historia. Esthercita nos enseñó las primeras oraciones y los ritos que van con ellas.
Lo que yo no tenía muy claro, y se lo dije, es «¿ con quién estamos hablando, mamá?» Ella con toda su generosidad me dijo «con Dios…» ella habló entonces de un ser sumamente bueno, que estaba en todas partes y lo sabía todo. Necesité muchos viajes en carretera para procesar esas palabras que yo sabía que no había entendido. No dejé de rezar con mi madre las noches que vinieron. Hasta que una noche le dije «¿Cómo puede alguien estar en todas partes y saberlo todo?» Mi mamá me sonrió y me dijo, como la cosa más natural del mundo, sin saber lo que estaba comenzando a crear con esas palabras: «Es que Dios es infinito» yo pregunté la definición y ella se atuvo a la etimología «no tiene límites».
Algo pasó en mi cabeza esa noche, algo que no se ha detenido desde entonces, pero que tomó una dirección unos días más tarde, después de otra dosis enorme de tiempo de carretera, una sucesión de imágenes borrosas, espacios de mil tonos de verde y tiempo, tiempo y más tiempo, tiempo imposible e insondable. Lo sentía en mi piel, con cada gota de ese sudor que solamente se conoce en las carreteras de Santander. No, no podía con la idea de un ser infinito. Esa noche pregunté de nuevo «mamá cómo es el infinito». Esthercita, en una escena que necesita que Gabo resucite para poder contarla, haciendo gala de toda su educación y sobre todo de su ingenio, ese que les sale a las madres para sostener el mundo sin que se rompa, se las arregló para hacer una distinción propia de Aristóteles o de Tomás, o del propio Descartes «esas cosas no trates de imaginarlas, esas cosas debes entenderlas».
Y aquí me tienen, décadas después, intentándolo.