En la experiencia colombiana estas elecciones son únicas por muchas razones: el precedente de los acuerdos de paz, el plebiscito y los procesos que siguieron a partir de él. Se trata de una situación nueva y compleja, rodeada de una cierta idea de paz y de nuevas formas de violencia que aún no alcanzamos a comprender. Todo esto lo consumimos, lo evaluamos, lo replicamos, como ciudadanos desde una situación comunicativa sin precedentes y con muchos canales nuevos y abiertos para tomar la palabra.
Un conjunto de factores que ofrecen la oportunidad de tomar la palabra. En cierto sentido, también presionan, demandan, exigen que los ciudadanos tomen la palabra. ¿Qué significa hoy y aquí “querer” o “necesitar” tomar la palabra? Mi intención es meditar sobre esta pregunta a medida que observo las declaraciones de otros ciudadanos sobres sus opciones políticas que he alcanzado a leer hasta ahora.
Cuando observo esta inquietud en mí mismo y en otros, veo que en varios casos se configura tomando la forma de una necesidad de darle sentido a la manera en que una determinada opción política se conecta con el relato general de mi propia vida como individuo, con mi experiencia personal, mi formación y mi historia: qué lugar tiene el ejercicio electoral y la participación ciudadana en mi vida. Me da la impresión de que esta situación no es como otras y que por eso demanda una revisión del relato de esa vida y de mis experiencias de nacionalidad y ciudadanía.
Nacer en un hogar con color político
En la formación de muchos colombianos nacidos durante o después de la violencia del final de los años cuarenta, como mis padres, que vivieron el frente nacional y sus consecuencias, una parte de la identidad personal se cifraba en la educación política recibida en la infancia, en el hogar o en la ausencia de este. Para la generación de mis padres, se nacía en un hogar liberal o en un hogar conservador y allí mismo se heredaba el partidismo tal como se heredaba la filiación religiosa o el arraigo en una región o en una tierra considerada propia.
En casos como el de mi padre, parte de esa identificación pasaba precisamente por las heridas recibidas durante la infancia en esas partes de la vida y de la identidad: siendo muy niño haber tenido que cambiar de vivienda en repetidas ocasiones debido a la persecución política de la que fue objeto mi abuelo y que finalmente llevó a su desplazamiento de una alejada región rural de Santander a la zona urbana de Bucaramanga. Las escenas concretas son comunes a los relatos de la vida de muchos colombianos que vivieron y crecieron en cinco décadas de conflicto.
Mi padre creció para convertirse en un profesional y un líder político liberal; su vida pública y privada estuvo marcada desde la infancia y hasta su muerte por un conflicto que determinó también las formas en que, como ciudadano, intentó desempeñarse y hacer un aporte en la medida de sus posibilidades. ¿Hasta qué punto soy yo mismo un liberal? Y ¿en qué medida, el que lo sea o no, tiene que ver con la historia de mi primera educación? No puedo saberlo sin contar la historia de cómo llegué a entenderme como ciudadano. Supongo que eso les ocurre también a los hijos de padres conservadores, a los hijos de las generaciones que crecieron en zonas de influencia guerrillera.
Me interesa el hecho de necesitar contar mi historia públicamente, se trata de una cuestión narrativa que combina preguntas éticas con cuestiones claramente psicológicas. Sin embargo, en apariencia, mis compatriotas y yo necesitamos reconocer un conjunto de elementos emocionales y psicológicos que influyen en las decisiones que tomamos, en las opiniones que expresamos, en el modo en que discutimos y en las formas en que asumimos o evadimos las confrontaciones que esto implica.
Las narraciones de nuestra historia y de nuestra vida se relacionan con los valores comunes y, por tanto, con lo que llamamos la república y la democracia. Hay factores en las formas de narración que constituyen el espacio político pues conforman lo que consideramos digno de preservar y construir, aquello en lo que nos reconocemos.
De la política heredada a la política experimentada
Es muy difícil que el país sea algo para un niño. La educación tiene formas simbólicas y rituales de instalar algún tipo de representación de la sociedad o de la patria, del hecho de comportarse en sociedad, de pertenecer, de obedecer. Se nombra la patria, se la canta en un himno. Durante cinco años de primaria todas las mañanas más o menos mil niños en el colegio recitábamos el juramento a la bandera, una declaración de amor hasta la muerte por “la patria”. Colombia era un objeto de amor para mí cuando era niño, profundamente real, a pesar de que su contorno fuera totalmente difuso. Desde entonces, en algún sentido, el país me concernía, siendo de todos, también era un asunto mío; aunque no tuviera claro qué es “un país” o “el país” o “Colombia”.
Crecí cuando la televisión era primitiva, precaria y, al mismo tiempo, sumamente importante para todos. En ese escenario, para mí era un plan ver las sesiones del congreso que se transmitían desde el capitolio nacional, mi padre logró explicarme muchas cosas sobre cómo funcionaban, las entendí mucho mejor que el fútbol. Esas personas hacían las leyes. Había buenos y malos, usaban palabras muy raras y hablaban de forma muy distinta a como suelen hablar las personas habitualmente: hacían discursos. Esa palabra llegó a ser fundamental en mi vida, aún trato de entender todos sus significados. En la tele había personas que pronunciaban discursos, pero en la mesa del comedor mi padre redactaba los suyos y los corregía con mi madre. Nunca lo vi en una tarima ni pisé el consejo o la alcaldía, pero sabía que su oficio se llamaba “política” y se hacía, más de la mitad del tiempo, en una especie de fiesta que se llamaba “campaña”. En los años 70 los rituales de la política colombiana incluían un gran número de eventos públicos, en provincia se tomaban el espacio público casi completo: manifestaciones, discursos, afiches, banderas, pancartas, camisetas y ruido, mucho ruido.
Aparece un nombre que era además una causa, una identidad, la división del mundo y de las personas: El Partido. Le decían así, como si fuera obvio y no hubiera otro, solamente completaban el nombre institucional cuando gritaban, cuando gritábamos: ¡Viva el partido liberal! Y siempre se vestía de rojo, la idea, la camisa, el trapo, la bandera. El azul no era una opción, hasta que apareció Belisario: pero él eligió una paloma y creo que más colores. En ese punto no tenía idea de lo que pudiera ser “ser liberal” pero sabía que era un equivalente a “nosotros”. Luego entendí que existían “los otros” y que esos eran muchos: hasta que la línea se fue borrando y se convirtió en un montón de pequeñas grietas. Hoy, al rememorar, me doy cuenta de lo lejos que está esa situación, pero en la pérdida de relevancia de los partidos también hay pasiones y decepciones, rupturas y pérdidas afectivas.
La educación en política, la política en mi educación
Llego a Bogotá con 10 años y me encuentro con un profesor de historia que usa libros y documentos, pero no los libros de texto ordinarios. Leímos las cartas de Bolívar, el debate de la masacre de las bananeras y algo de historia económica. Los padres de familia querían matar al pobre hombre, yo estaba feliz, nos volvimos a ver años después y volvimos a leer las mismas cosas, ahora podíamos comprender todo mejor. El país había sido fundado por un hombre con un proyecto mayor, americano, pero se había embarcado en una sucesión irracional de guerras civiles que nos alejaron del sueño paso a paso. Una sucesión de monocultivos, de exportaciones de productos exóticos y materias primas. Del caucho y la quina, hasta las plumas, el tabaco, el banano y el café. Poca industria, centralismo y obediencia al poder de los Estados Unidos. Esto lo enseñaba también la literatura. El país era sus discursos, sus narraciones sus historias. Siempre me gustaron más los libros que las plazas, los salones de clase más que las oficinas, a los 14 años ya sabía que lo mío era leer, escribir y pensar. Tal vez me había salvado del riesgo de la plaza pública.
Mi infancia y adolescencia coinciden con el auge de cierto tipo de lucha guerrillera, el inicio del narcotráfico y la aparición del paramilitarismo. Antes de terminar el colegio se transmite en directo por televisión la toma del palacio de justicia, cuando me vinculo al movimiento estudiantil en la universidad nuestra primera actividad es protestar contra las masacres de Urabá al final de la década de los 80. Recuerdo haber seguido todos esos procesos desde muy joven gracias a libros que se conseguían en el mercado masivo -mi mamá los traía a la casa como una provisión más, así era también con la filosofía, siempre se lo agradeceré- se trataba de obras de periodistas que contaban el nacimiento y evolución de las FARC y el M-19: el periodismo muy bien hecho retrataba a esos hombres con un aire heroico, aunque muchos tenían su parte francamente sanguinaria. El asunto estaba presente, lo común nos tocaba a todos. Antes de graduarme del colegio ya sabía cuales habían sido las razones de Tirofijo y los sueños de Jaime Bateman. También sabía que la religión tenía y tiene que ver con la política.
Religión y política
Cuando miro hacia atrás, después de una vida entera de relación íntima y vital con la religión como asunto y con la iglesia católica como institución, me doy cuenta de que he experimentado la versión más afirmativa posible del catolicismo. Muchos de mis contemporáneos tienen visiones muy diferentes sobre el lugar que en sus vidas ocupan la religión y la iglesia católica y creo que de estas diferencias dependen también nuestras diferencias políticas en una medida significativa. Este no es un punto menor ni anecdótico, la relación entre religión y política es una clave para explicar nuestros cambios sociales.
Me explico a mi mismo esta pertenencia tan clara a la iglesia por varias razones: mi experiencia está marcada por la evangelización y la educación que se impuso en la iglesia tras el Concilio Vaticano II, eso significa que me hablaron siempre en mi propia lengua, que el mensaje me llegó como uno de los desafíos más fuertes que he sentido y que este, inequívocamente, estaba presidido por la idea del amor. De ahí para adelante era fácil tener preguntas y comenzar a dialogar: para mi ser católico no es ni fue un formalismo, los rituales y las normas están en función de una relación fundamental de tipo personal con Cristo, que aparece, especialmente, en el rostro de los otros. Este último enunciado es la base de toda una construcción doctrinal: la teología de la liberación que lee, interpreta y actúa desde el mensaje cristiano concentrándose en la promoción de la justicia social. Este es el relato que fundaba mi educación religiosa desde niño. Esto no quiere decir que haya una línea continua de claridad y obediencia en mi experiencia. Al contrario, ha sido una historia de duda, problematización y estudio: ha sido difícil pero solamente he recibido respeto en medio de tantas dificultades.
Ninguna de las posturas que orientan de mi educación católica riñe con la idea de un estado laico ni con la búsqueda de la justicia social y, hasta donde entiendo, estimulan la pertenencia y la participación en la construcción de comunidad.
Muchos puntos de la agenda política dependen de cómo se relacionan los ciudadanos con las lecturas y los puntos de referencia que señala la iglesia como fundamentales. Además, el partido activo que ha tomado la iglesia como institución para garantizar el apoyo a ciertos procesos institucionales (proceso de paz, comisión de la verdad, etc.) contrasta con su silencio respecto a otros asuntos o con su explícita negativa en otros casos. La iglesia católica es también plural y tiene sus facciones y sus debates internos. Así pues, hay posturas religiosas que se conectan solidariamente con posturas políticas y esto hace parte del relato vital que los colombianos componen en cada caso, en formas más o menos complejas.
Educación superior y formación filosófica
He hablado de mi formación política en clave del recuerdo de mi infancia y adolescencia, un interlocutor crítico podría objetar que la política es un asunto de racionalidad y de mayoría de edad, sin embargo, lo que me muestra la proliferación de textos autobiográficos de esta temporada es que lo político se inscribe en nuestras vidas desde antes o como condición de esa mayoría de edad. Todas las experiencias afectivas que determinan los valores y las causas que nos definen hacen que escuchemos de cierta forma la voz de la razón, como lo diría el Platón de La República. Estamos dispuestos afectivamente ante las preguntas y las alternativas que nos plantea el espacio político. La cuestión está en si podemos sopesar esa disposición afectiva y respondernos adecuadamente las preguntas con las que el espacio político nos desafía.
Esta configuración de la razón con la que enfrentamos las preguntas de la situación política también podemos comprenderla biográficamente. Podemos preguntarnos ¿cómo hemos llegado a pensar como pensamos [en política]? Voy a optar por nombrar unas pocas ideas para no tener que contar los últimos 30 años de mi vida y el modo en que han forjado mi criterio político.
La experiencia de violencia de las últimas seis décadas en Colombia hace que quien opta por la razón, el discurso, el pensamiento entienda que su opción está en oposición a la situación de la sociedad en la que trata de encontrar un espacio. La razón y la violencia se oponen: son dos fuerzas e implican maneras de operar con ellas. Quien opta por la razón renuncia a la violencia y sus manejos, aunque no renuncia al poder: cuando optamos por la razón reconocemos que hay poder en las palabras, en los argumentos, en los discursos. Con ese poder y con esas fuerzas podemos disputar sobre las cosas que son de todos o que conciernen a todos. En el terreno de la discusión sobre lo común vamos más allá del diálogo y de la investigación sobre la verdad, entramos en el campo del disenso, del desacuerdo y operamos estratégicamente, según las reglas del discurso.
La filosofía puede aparecer como una pasión netamente intelectual: amor al saber, curiosidad, deseo de conocer. Esta idea se inscribe en la imagen del sabio contemplativo, aislado de todas las demás esferas de la vida. Al hombre teórico aristotélico siempre podemos oponer la figura del Sócrates descalzo que recorre los lugares públicos de Atenas al acecho de una conversación en la que pueda examinar a los ciudadanos. Para Sócrates no hay filosofía sin una clara motivación política. En efecto la filosofía ejercida con plena contundencia es la más alta forma de política. Vivir una vida examinada es un asunto político. La filosofía es una actividad racional, discursiva, conversacional, intelectual, en la que se pone mucha atención a la consistencia de la argumentación y a la legitimidad del razonamiento. La filosofía trabaja con el discurso y el pensamiento para que la vida sea una ocasión de plenitud para individuos y comunidades ¿De qué manera vale la pena vivir? Sócrates diría: de acuerdo con la justicia.
La experiencia colombiana reclama una investigación en pos de la justicia y no solamente una investigación teórica-conceptual sobre la acción de la justicia sino un examen individual y colectivo sobre lo que significa para la vida humana desarrollarse amparada por justicia y qué se necesita para que eso sea posible aquí. Plantear esa pregunta y hacerla constantemente a los individuos y a la colectividad es un deber para los filósofos aquí. Aunque todos los colombianos compartimos la experiencia de la violencia, rara vez la interrogábamos en la academia más estricta, muchos colegas se comportaban como si los espacios filosóficos necesitaran mantenerse ajenos a tal interrogación. Esa situación tiende a cambiar en la academia actual.
Interrogar la experiencia de violencia como asunto del pensar, como búsqueda de justicia, como contribución ciudadana, como respuesta a la interpelación de quienes la buscan y la reclaman, como comprensión de una posibilidad de operar según una lógica distinta a la de la venganza (ejemplo básico y aparentemente primordial pero recurrente en la experiencia colombiana).
Al final de la década de 1980, cuando entré a la PUJ, experimenté un contraste: la vida del país estaba convulsionada, herida, puesta en riesgo, violentada, por una combinación de poderosos factores políticos y sociales; todos ellos claramente hostiles a la serenidad de ánimo, a la racionalidad y, sin embargo, la universidad fue para mi un espacio en el que pude tener experiencia de todo esto y, simultáneamente, ejercitarme junto a otros en la disciplina filosófica con la certeza de hacer parte de una escuela de pensamiento. Mientras realicé mis estudios participé en el movimiento estudiantil, desde allí promoví la iniciativa que habría de conducir a la Asamblea Constituyente que produjo la Constitución de 1991 y puso las bases de una democracia amplia, plural y basada en los derechos.
Pensar es pensar es pensar por sí mismo. Pensar es pensar críticamente. Aprender a hacer ambas cosas, a desarrollar esos aspectos del pensamiento, es un proceso que está bien definido si se lo entiende como una disciplina. Esta formación reclama tiempo y esfuerzo e implica, hay que decirlo, el riesgo que más se ha criticado en los filósofos y que parece ser una condición tanto de la profesionalización como de la práctica académica: el aislamiento. Quien se educa para investigar parece destinado a la especialización y esta demanda una minuciosidad que es muy difícil alcanzar sin reducir al mínimo la amplitud de los objetos de investigación. La investigación exige ahondar al máximo en las abstrusas y oscuras cuestiones relativas a cada subespecialidad del campo de estudio de que se trata. Para ser académico, un filósofo se especializa y al hacerlo se aísla, gana presteza y dominio de un lenguaje en el que resulta cada vez más difícil comunicarse con otros, de modo que termina por no poder hablar sino con algunos.
Justo en este punto comienza uno a valorar la posibilidad de hablar no como especialista ni como técnico sino como ciudadano. Pero como un ciudadano que precisamente por no ser un técnico en una rama específica, ejerce su actividad de juez de lo que le concierne, como común. Se trata pues de pensar, comprender, producir, promover formas de ciudadanía activa con las mayores posibilidades de operar en formas permanentemente perfectibles de democracia.
Ahora bien, el ejercicio de la ciudadanía en la democracia requiere reconocer que quienes pueden libremente ejercer ese derecho deben sentirse involucrados, conectados vitalmente con otros ciudadanos para quienes no ha sido posible el mismo ejercicio libre. Reconocemos una interdependencia constitutiva y una interpelación permanente e inapelable, activa y determinante. Encontramos que ciertas formas de alteridad que nos definen: como seres esencialmente vulnerables, constitutivamente interdependientes, siempre interpelados por los que ya no están y, de hecho, responsables por/ante los que aún no llegan.
Esta interpelación no solamente apela a las posibilidades emocionales, no solamente se dirige a nuestra capacidad para la empatía, apela además y sobre todo a nuestro sentido de la justicia: reclama, demanda una revisión de lo que somos y de los fines y las normas por las que nos regimos éticamente. Así como al modo en que comprendemos nuestro lugar y nuestra acción colectiva.
Esta acción colectiva, que cuenta con estas demandas de justicia, solidaridad de otros con o sin rostro determinado para cada uno, es la posibilidad de comprender la sociedad y el país como una construcción que nos concierne y la que podemos intervenir.
Una de esas es la reflexión sobre el voto.
Mi decisión
De la interpelación de nuestros conciudadanos, conocidos y anónimos, que pesa sobre mi desde la cuna y en virtud de la ciudadanía, se hace urgente votar racionalmente y con la voluntad de contribuir a adelantar y fortalecer el proyecto de nación de la constitución de 1991, cuidar y velar por la implementación de los acuerdos de Paz con las FARC y promover el éxito de un proceso análogo con el ELN. Además, velar por el reconocimiento y el cuidado de los derechos de todos los ciudadanos sin distinción ni restricción de ningún tipo. Abogar por la memoria y la voz de las víctimas. Promover una economía que lleve a las mujeres y los hombres de Colombia a una vida digna. Poner como prioridad del estado el cuidado de la Tierra como casa común y orientados por el respeto a los vivientes no-humanos. Promover la búsqueda de energías alternativas como proyecto común. Y, sobre todo, velar por la construcción de un país donde deje de existir la desigualdad, la pobreza y la inequidad.
Responderé a este llamado votando por Gustavo Petro y Ángela María Robledo.