En la noche del 30 de octubre, en el Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional tuve el privilegio de asistir a la segunda presentación de Una misa por la reconciliación del compositor colombiano Juan Pablo Carreño, obra comisionada al compositor desde la firma de los acuerdos de paz. Es una “obra para gran orquesta, coro mixto, coro de cámara, dos solistas y órgano” está compuesta a partir de testimonios de víctimas de la violencia en Colombia, en diálogo con el Officium passionis domini de San Francisco de Asís, textos de la misa del domingo de pascua y textos de Nicolás Gómez Dávila y de Fernando González Ochoa.
Entre los textos sagrados que narran la pasión de Cristo en primera persona distinguimos fragmentos de testimonios de las víctimas de la masacre de El Salado (16 a 21 de febrero de 2000) que también en primera persona enuncian su recuerdo de esos días terribles. Pocas palabras contundentes estallan en la mente del escucha: imágenes que no pueden preverse y para las que nada nos prepara. Sin que podamos evitarlo, nos duelen de otra forma nueva. Como si no lleváramos casi dos décadas escuchando o leyendo estos testimonios que llegan a confundirse con tantos otros relatos de dolor, humillación y violencia.
El sentido de las palabras se impone en conexiones que se forman entre los textos heterogéneos que emergen de la intensidad sonora como si se hirieran mutuamente y, al hacerlo, se transmutaran: convirtiendo en sagrada la palabra que, aún anónima, enuncia de infame dolor que la motiva. Esa primera persona sufriente son muchos. Ante nosotros tenemos los gestos más que los hechos y los dolores más que el relato de esos días. Días que, aún cantados, parecen interminables.
La tercera parte, Oficio de las tinieblas, alterna los nombres de 4.500 víctimas de masacres colombianas (1982-2012) con las lamentaciones de Jeremías. Individuos con nombres y apellidos. En las listas, los apellidos se repiten haciendo evidente el vínculo que se ha roto, o que se mantiene en la muerte y que atestigua que un linaje entero ha sido exterminado, que una familia entera ha sido asesinada. En medio de los que mueren solos, o mueren sin que sus nombres muestren los lazos de amor que les ataron a sus deudos. Esos que cantan ahora con voces entrecortadas van, pese a todo, configurando un coro. Los textos de Jeremías se hacen fragmento para articular la rememoración de los dolores en medio de la proclamación de los nombres de los muertos.
La tercera parte se titula Misa para la reconciliación consigo mismo (condición de la reconciliación con el otro, anota el programa) articula la memoria de la Masacre de Bojayá con textos de Nicolás Gómez Dávila y Fernando Gonzales. En primera persona, hablan quienes vieron morir a sus vecinos, amigos y amados en la iglesia de Bellavista el 2 de mayo de 2002 en Bojayá, Chocó. Un relato terrible, se intercala con las frases pulidas del pensador bogotano.
El dolor se apoya y se entrelaza con la fe y la fe se asume como reconocimiento del ser rebasado, poseído por lo que es siempre mayor, ante la evidencia de lo que pasa. La memoria de los seres amados es evidencia de su mortalidad y de su paso, pero ratifica la forma peculiar de su inmortalidad: Nada dura, ciertamente, y sólo cuentan los instantes, pero el instante reserva su esplendor para el que lo imagina eterno.Sólo vale lo efímero que parece inmortal. La paradoja del amor que no morirá brilla justo ante el golpe de la ausencia irreparable, dos evidencias juntas que se contradicen ante las cuales solamente suspendemos el reclamo para decir: “y sin embargo”. En ese espacio, un silencio, aparece la fe: Mi fe llena mi soledad con su sordo murmullo de vida invisible. En este momento se comprende por qué se trata de un don: La fe no es una convección que poseemos sino una convicción que nos posee. La fe no es una cura ni un remedio, ni hace menor el dolor, ni evita que la ausencia nos confronte. Mientras escuchamos los nombres, sílaba a sílaba, de los muertos, nos sostiene: La fe no es explicación, sino confianza en que la explicación existe. Atravesamos así una oscuridad poblada de dolor con la determinación de llegar al final de la lista de nombres, los embates de todas las pasiones ligadas a la pérdida que se ha hecho común, relatada entre fragmentos. El sonido nos conduce al acto final de reconocimiento, de dignidad, de devoción por aquellos que no dejaremos de amar: un profundo silencio.