La mayor parte de las personas que se forman académicamente en filosofía aspiran a ocupar la posición de profesor de planta en un departamento de filosofía en una universidad prestigiosa. Este es un sueño cada vez más difícil de cumplir en las condiciones en que se encuentran tanto la filosofía como las instituciones universitarias en nuestro tiempo. Ser profesor es una meta, una manera de concebir la realización de una carrera y, sobre todo, la posición desde la cual los académicos anhelamos realizar nuestra contribución a la ciencia en general o a la disciplina que practicamos en particular.
La posición de profesor es primero una meta y luego una condición del trabajo, una plataforma, un conjunto de responsabilidades y, también, un trabajo. Esta última característica es la esencial, implica la pertenencia a una institución y se concreta en un conjunto de relaciones con colegas, estudiantes, agencias del estado, colegas afiliados a otras instituciones, todos estos estamentos unidos por una red poderosa de burócratas y administradores.
Ser profesor universitario funciona hoy en día como una especie de nacionalidad que permite pertenecer a diversas comunidades locales, regionales y globales, hacer parte activa de un intercambio constante de ideas y productos. Suena idílico pero está lejos de serlo, la complejidad de las conexiones y el alcance de las relaciones que entablamos aumentan en la misma medida en que aumentan las labores burocráticas y sin sentido que estamos obligados a realizar. De un profesor se espera una alta capacidad de gestión y planeación, pero también una incansable disposición burocrática, el trabajo y las condiciones de su financiación, elaboración, planeamiento, evaluación y registro se toman tanto tiempo y esfuerzo que pensar, crear, producir, innovar se hace muy difícil. Seres humanos excepcionales logran hacer todo esto con excelencia. Siempre he tenido muy claro que estoy lejísimos de ser uno de ellos. Pero he sido profesor de planta de una Universidad prestigiosa durante 27 años que terminan hoy y por eso escribo este post.
Muchas cosas tengo que decir sobre esa experiencia cada una de sus partes, no lograré decirlas todas hoy, son muchos los temas, los problemas y los recuerdos. Las reflexiones irán apareciendo según el vértigo se disipe y me visite aunque sea brevemente la claridad, la serenidad o la lucidez. Para registrar esas reflexiones y los nuevo rumbos que tome mi trabajo mantengo este blog, que me atrae por su calidad de diario abierto.
He tenido ya la oportunidad de hablar con mis colegas y con los directivos de mi Facultad y de despedirme de algunos miembros de la Universidad. Nunca he disimulado mi enorme apego por mi alma mater, la enorme gratitud que le tengo por haber sido mi ámbito vital y el espacio de mi realización profesional y personal. Ese estilo de declaración también aparecerá en el futuro, en especial cuando me refiera a las personas con las que compartí estos espacios y a su valioso trabajo.
He hablado menos con mis estudiantes. He hablado menos de la docencia y del contacto cercano y cotidiano con los estudiantes que es lo más grato del oficio de profesor y, para mi, la realización misma de la labor filosófica. Ser filósofo es enfrascarse en esa maraña de conversaciones que la humanidad ha tenido desde que aceptó el valor del ocio y lo asoció con la libertad.
En este punto se me señalará que lo que he tenido estos 27 años, y los que les antecedieron y los que les puedan suceder, es una vida privilegiada y no voy a negarlo. Ha sido una existencia privilegiada que tiene sentido porque la he compartido con otros, no pocos. Hay cosas mucho peores que se pueden hacer con el privilegio, yo escogí una que no parece ser la más dañina: estudiar y enseñar.
Pertenezco a una generación que se encontraba con la pedagogía de forma profesional muy temprano y sin muchas mediaciones. En los primeros años noventa del siglo pasado pocas universidades hacían concursos docentes como los conocemos hoy en día, las plantas de los departamentos de filosofía eran más pequeñas de lo que son hoy, lo que implica que había un porcentaje mayoritario de profesores de cátedra en muchas universidades.
En ese ambiente, los pocos egresados de pregrado competimos por los cupos de cátedra disponibles. Hacer un posgrado y más aún saliendo del país no era una opción ni tan cercana ni tan factible como lo es hoy, pero había algo mejor: el encuentro real y concreto con los desafíos del salón de clase, de la planeación de asignaturas y de la evaluación. Encontrarse con estudiantes reales de carne y hueso era lo que uno aprendía primero, pero de forma plenamente empírica.
Aclaro que mi formación filosófica no contenía ninguna, ninguna, sí ninguna, formación pedagógica diferente del ejemplo de mis maestros o lo que uno hubiese podido aprender de lo leído en Platón y en Rousseau. Aprendían pedagogía los licenciados que enseñarían filosofía en colegios, yo no me formé para eso, pero tampoco para ser profesor Universitario. Pero me permitieron serlo desde muy joven con total inexperiencia: benditos tiempos aquellos, era exactamente lo que necesitaba. Es la oportunidad que nadie tiene ahora, se le niega incluso a los que han estudiado para ello, la situación docente es un privilegio que tienen muy pocos. (la práctica docente de las licenciaturas funciona, por supuesto, en esos programas).
No quiero contar esa historia, ya le llegará su tiempo y podré reflexionar sobre lo bueno, lo malo y lo feo que tuvo mi carrera en ese sentido. De lo que quiero hablar en este texto que declara, para los lectores posibles y para mi mismo, que he dejado mi puesto de profesor universitario y que ahora haré otras cosas con pretensiones filosóficas . Tal vez no quiero hablar de los estudiantes sino hablar a los estudiantes, aunque sea para dar las gracias. Ya habrá tiempo para hablar de otras cosas.
Hoy solo quiero despedirme de los que fueron mis estudiantes ayer y antier y hace veinte años o hace más. He tenido estudiantes desde que yo mismo lo era, mis primeras clases las dicté (irresponsablemente, sin duda) a los 19 años, omitamos la institución pero no omitamos la gratitud que le guardo.
Me hice adulto siendo profesor, teniendo estudiantes, aprendiendo filosofía, aprendiendo a hablar de filosofía y a pensar con testigos, en público y en voz alta desde muy joven y tal vez por eso pienso que nunca he dejado de serlo. Nunca he dejado de asombrarme del pensamiento filosófico porque aprendí a descubrir cada idea nuevamente cada semestre con personas para la que esa idea era nueva. Ellos eran nuevos para mi y yo para ellos. Cuando ya no lo eran se convertían en amigos. Fui amigo de mis profesores y profesor de mis amigos durante tres décadas y ahora cuento con tenerlos como interlocutores en el futuro, cuando la situación se ponga en otros términos, cuando encuentre otras formas de mostrar esos descubrimientos que todavía me asombran.
Este semestre, por primera vez en muchos años, no tendré estudiantes. Gracias a todos los que han acompañado esta vida y esa formación, con sus preguntas y sus discusiones, con su mirada y con su escucha. Espero encontrarlos ahora de otros modos.