Rápidas (muy rápidas) reflexiones sobre el problema de la “utilidad” de la filosofía

Colaboración de  Juan Carlos Arias

 

Para empezar debo aclarar que hace tiempo que no me identifico con la etiqueta de “filósofo”. Y no por creer que ese nombre se ha desprestigiado y que “los que pensamos de verdad” merecemos otros nombres. Todo lo contrario. He conocido muy pocas personas quienes considere que se dedican seriamente al oficio de la filosofía, y yo no soy uno de ellos. Tampoco quiero repetir el cliché de “la filosofía me ha servido como herramienta para pensar otros problemas” pues no creo que la filosofía se pueda objetualizar como un kit de trabajo para aplicarlo a problemas “realmente relevantes”. Si he tenido algún contacto con la filosofía es comprendiéndola como práctica de pensamiento crítico. Y esa práctica de pensamiento no se realiza solamente de manera escrita ni dentro de las aulas de clase. Siempre me ha interesado pensar las imágenes y pensar a través de las imágenes. Salirme de la filosofía como disciplina e introducirme cada vez más en la filosofía como práctica del pensar dispersa en diferentes “medios”.

 

¿De qué sirve esa práctica de pensamiento? Muchas veces me formulé la misma pregunta hasta que comprendí que era imposible responderla. No porque me interese defender la inutilidad de la filosofía como muchos lo hacen –“la filosofía no sirve para nada y así debe ser”– sino porque considero un error poner el problema del pensamiento en términos de utilidad. El hecho de preguntarnos por la utilidad de la filosofía revela la industrialización del saber que cubre nuestra época en la que todo conocimiento especializado debe orientarse a un fin productivo. Esto es más grave aún cuando la pregunta por la figura pública del filósofo y su compromiso con la realidad se plantea en términos de utilidad. No me interesa discutir sobre “el filósofo”, sino sobre la práctica que está detrás de esta figura que aún no comprendo.

 

¿Debe la filosofía dar un debate público sobre los temas que le interesan? Sin lugar a dudas. No concibo a la filosofía sino como un ejercicio de pensamiento público. El problema es cuáles son los espacios que se están percibiendo como legítimos, como “útiles” para ese debate. Al parecer se le pide a la filosofía engendrar grandes personajes mediáticos para demostrar, como si se tratara de un experimento científico, su presencia en “el país” –otra categoría que me cuesta entender– y, por lo tanto, mostrar su “utilidad”. Al parecer se exige que la filosofía se parezca cada vez más a los objetos que siempre ha intentado criticar: al mainstream de los medios masivos, a la industrialización del saber. ¿Cómo popularizar a la filosofía cuando ella parece siempre estar en el borde del lenguaje masivo? ¿Se trata de popularizar entonces los “resultados” del pensamiento? ¿Esos resultados que podrán “aportarle” algo al “país”?

 

“El filósofo”, ese mismo que se trató de defender desesperadamente de los estereotipos publicados en la Revista Arcadia, podría aprender mucho de “el artista”: crearse a sí mismo como figura irónica de la esfera pública y ser “útil” para la realidad nacional. No hay que confundir la pregunta “¿Dónde están los filósofos?” por ¿Dónde está la filosofía?” Los “filósofos” están ahí, visibles en los medios. La filosofía se diluye como práctica entre los medios y las “disciplinas”. Si quieren localizarla empiecen buscando en el arte.

 

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